Estado de Bienestar y Ethos Igualitarista

Welfare State and Ethos Egalitarianism

Manuel A. Basombrío, Docente de la Escuela de Economía y Negocios de la Universidad Nacional de San Martín (EEyN-UNSAM). E-mail: mbasombrio@unsam.edu.ar

 

El problema de las desigualdades y el papel a desempeñar al respecto por el Estado ha cobrado una  centralidad innegable en marco de los debates sobre la justicia distributiva. Una centralidad que no debe sorprender si se repara en la evidencia empírica: por un lado y después de un largo período de mejoras, en los países centrales la desigualdad ha aumentado considerablemente en los últimos cuarenta años, dato que viene acompañando por la aparición de un minúsculo grupo de personas que domina de modo excluyente el quintil más favorecido; por otro, la región latinoamericana, a pesar de ser la más desigual del mundo, sólo ha verificado mejoras distributivas bajo  shocks externos positivos (precio de bienes primarios), pero nunca llegó a arraigar mejoras estructurales ni a alcanzar una sólida institucionalidad en materia de lucha contra las desigualdades.

Lo que seguramente interpela del crecimiento de las desigualdades son las expectativas que se habían forjado en los países centrales, las cuales se han visto desmentidas por el cambio de tendencia en comparación con las sustantivas mejoras verificadas desde la post-guerra hasta principios de los años setenta. Es decir, las desigualdades se han convertido en un tema central no sólo porque se han agravado, sino también porque existe una gran intolerancia hacia ellas; una intolerancia que paradójicamente no se traduce necesariamente en una demanda de igualdad, lo cual autorizaría a hablar de crisis en el ethos igualitarista, en buena medida causada por la difusión del ethos meritocrático.

No se va a reparar en este trabajo en las causas del cambio de tendencia en el caso de los países centrales o en la imposibilidad de establecer una lucha sostenida y sostenible en el caso de Latinoamérica. Seguramente, entre otras cuestiones, habría que mencionar los e fectos de la globalización, el cambio tecnológico y sus efectos sobre el mercado de trabajo, el impacto de las políticas neoliberales y un largo etcétera.

Más bien, la pretensión de estas reflexiones sobre la desigualdad es interrogar sobre las condiciones que hicieron posible que ciertas sociedades hayan dado a luz lo que para Amartya Sen constituye una de las más grandes invenciones de la civilización occidental: el Estado de bienestar; dicho de otro modo, indagar por qué en ciertas sociedades el Estado «intervenido» en los resultados distributivos y en otras no, reparando especialmente en el complejo caso latinoamericano. Para ello se reparará en cuatro puntos. En el primero, se intentará mostrar en qué sentido las desigualdades son un problema, si es que efectivamente lo son. Luego y bajo el supuesto de que efectivamente lo sean, se describirán dos formas canónicas de interpretarlas y de brindarles respuestas; para ello se asumirá una perspectiva «culturalista» que consistirá en llevar a cabo una rápida comparación entre los Estados Unidos de América y Europa y los correspondientes ethos que los caracterizan, comparación que permitirá pensar mejor el caso latinoamericano. En el tercero y vinculada a la cuestión de cómo tratarlas, se dará cuenta de ciertos argumentos urdidos en sede filosófica que buscan legitimar la construcción de un Estado responsable de las desigualdades.

Finalmente, en el cuarto punto se plantearán algunas interrogantes sobre las expectativas que puede albergar Latinoamérica en materia de construcción de un Estado de bienestar acorde con sus necesidades.

1- ¿En qué sentido constituyen un problema las desigualdades?

Después de la publicación de Teoría de la justicia en 1971, la cartografía de los debates sobre la distribución de la renta y la riqueza se ha vuelto crecientemente compleja. Igualitarismo télico y deóntico, «prioritarismo», igualitarismo de la suerte, igualdad de resultados o igualdad de oportunidades, son algunos de los muchos abordajes sobre el tema que en mayor o menor medida se han inspirado en la obra de Rawls o, más concretamente, de una de sus ideas centrales: que cabe hablar de desigualdades justas.

La postura igualitarista se comprende bien a partir de su contraste con el utilitarismo; un ejemplo brindado por Thomas Nagel resulta instructivo para obtener rendimiento de esta comparación. En un artículo intitulado Equality, Nagel imagina una familia compuesta por un niño saludable y feliz, y otro con una discapacidad severa: ¿qué debería hacer la familia, pregunta Nagel, vivir en el centro de la ciudad para favorecer al discapacitado o vivir en el suburbio, donde se potencia la vida del niño sano y feliz en mucha mayor medida que lo que se favorece al desafortunado? Ante este dilema, el utilitarismo privilegia al segundo niño (incrementa en mayor medida la utilidad total), mientras que el igualitarismo elige al primero, puesto que hace más igualitaria la situación de los hijos. Dicho de otro modo, si en una comunidad todos sus miembros están igualmente mal o igualmente bien, para el principio igualitarista (puro) es lo mismo, mientras que para el utilitarismo, no, pues es en sí mismo mejor que la gente esté mejor. Nagel, por su parte, «prioriza» la mejora del niño discapacitado, pero no porque reduce las desigualdades (que de hecho lo hace) sino porque es más urgente (Nagel, 1979, pp. 106-127).

Derek Parfit retoma esta controversia y establece como punto de partida una distinción entre lo que denomina «igualitarismo télico» e «igualitarismo deóntico» (Parfit, 2000, pp. 81-125). Los igualitaristas télicos consideran que siempre es malo que algunos tengan más que otros y que siempre existen razones para eliminar las desigualdades puesto que son una fuente de conflictos, como la falta de respeto o el dominio; Larry Temkin, un poco más radical, sostiene que «la igualdad tiene valor en sí misma, aun si no hay nadie para quien ésta sea buena» (Temkin, 1993, p. 11). Por su parte, para los igualitarista deónticos la desigualdad es injusta, y es injusta porque algo malo la produjo: bien porque no se reciben los bienes que se merecen o bien porque no se reciben bienes que se les da a todos; por tanto, se asume que hay un responsable de causar el mal.

Es decir, importa el modo en que se produjeron las desigualdades; por eso mantienen que las derivadas de las diferencias de talento no son injustas puesto que no hay un responsable de causar un mal.

Parfit es crítico con el igualitarismo télico, entre otras razones, porque no puede sortear lo que se conoce como la «objeción de nivelar para abajo», esto es, la posibilidad de que los que están mejor empeoren su situación para lograr mayor igualdad; la objeción abreva de uno de los aspectos menos controvertidos del óptimo de Pareto y dice que sería preferible una sociedad A con (100; 150) que una sociedad B con (99; 99). En este punto, el igualitarismo deóntico diría que si alguien está peor sin ser responsable podría reclamar una situación mejor, pero no que alguien empeore.

Para sortear este atolladero, Derek Parfit defiende una versión del «prioritarismo» que, como en el caso de Nagel, implica mejorar al peor situado. Según él, entre una sociedad A (100; 200) y una B (145; 145), habría que elegir la sociedad B pues la mejorar del peor situado vale más que la pérdida del más acomodado; dicho de otro modo, cuanto peor es la situación de una persona, mayor es la importancia de beneficiarla o, dicho de otro modo, el beneficio que goza un individuo disminuye cuando aumenta su bienestar. Esta tesis tiene una clara inspiración en la versión del utilitarismo que asume que las funciones de utilidad son idénticas todos los individuos: si la utilidad marginal (UMg) es decreciente, la única forma de maximizar la utilidad total (UT), objetivo excluyente del utilitarismo, es igualando la utilidad media (UMe) de todos los miembros de la sociedad.

Harry Frankfurt tiene un abordaje bien distinto al tema de la desigualdad. En La igualdad como idea moral mantiene que la igualdad carece de valor moral y que lo que importa es tener suficiente (doctrina de la suficiencia). Según Frankfurt la idea de que todas las personas tengan la misma cantidad de ingreso y riqueza puede ser deseable, pero no tiene ningún valor moral específico. Se puede afirmar que el igualitarismo permite el disfrute universal de ciertos bienes o que la suficiencia se alcance con el igualitarismo, pero en ningún caso de modo necesario. De acuerdo con sus propias palabras, el error fundamental del igualitarismo estriba en suponer «que es moralmente importante el hecho de si una persona tiene menos que otra sin que importe cuánto tiene cada una de ellas» (Frankfurt, 2006, p. 215). Error que se debe a la suposición de que quien está peor tiene más necesidades insatisfechas que alguien que está mejor, aunque de hecho puede que las necesidades moralmente importantes de ambos individuos estén completa o igualmente satisfechas. No importa ahora que la expresión «necesidades moralmente importantes» es profundamente equívoca.

Por ello, buscar la igualdad como un fin en sí hace que las personas valoren no un determinado nivel de renta en relación con las propias necesidades e intereses sino por la magnitud de renta de los demás; así, las personas se olvidan de sí mismas, se enajenan. Dicho de otro modo, creer que la igualdad económica es importante en sí misma lleva a las personas a separar el problema de formular sus ambiciones económicas y el problema de comprender qué es lo más fundamental y significativo para ellas.

Para Frankfurt la defensa del igualitarismo es menos un argumento que una supuesta intuición moral que considera incorrecta la desigualdad. Pero se puede sospechar que la intuición no radique tanto en que algunos tengan menos sino en que tengan demasiado poco. De hecho, no perturba la desigualdad entre un acomodado y un rico. Igualitarismo y doctrina de la suficiencia son dos cuestiones lógicamente independientes, aunque puede que el cumplimiento de la segunda pida redistribución y por tanto daría lugar a una mayor igualdad económica, pero no prueba que el igualitarismo tenga valor moral: luchar contra lo pobreza no es sinónimo de igualitarismo, no significa «tener menos que».

Se advierte la complejidad del debate, la enorme cantidad de aristas que presenta.

Sin embargo, parece que es Jean-Jacques Rousseau quien ha expresado mejor el meollo de la igualdad cuando en el Capítulo XI «De los diversos sistemas de legislación», del Libro II de Del Contrato social pregunta en qué consiste el mayor bien de todos, objeto de todo sistema de legislación, y afirma que se reducen a dos: «la libertad y la igualdad; la libertad, porque toda dependencia particular es fuerza quitada al cuerpo del Estado; la igualdad, porque la libertad no puede subsistir sin ella (…) respecto a la igualdad no hay que entender por esta palabra que los grados de poder y de riqueza sean absolutamente los mismos, sino que, en cuanto concierne al poder, que éste quede por encima de toda violencia y nunca se ejerza sino en virtud de la categoría y de las leyes, y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea lo bastante opulento para poder comprar a otro, y ninguno tan pobre para verse obligado a venderse» (Rousseau, 2007).

La idea de fondo de Rousseau es que a partir de ciertos umbrales de desigualdad lo que está en juego es la libertad; dicho de otro modo, el cuidado de la igualdad es deseable en la medida en que resulta una condición de la libertad. En este sentido, efectivamente carece de valor intrínseco; más bien, resulta un medio para posibilitar una libertad sin la cual no cabría hablar de hombre, ni de derechos ni de deberes de la humanidad. Un medio que, entre otras cosas, propicia las relaciones fraternales, evita diferencias estigmatizadoras y alimenta el auto-respeto; mitiga formas de dominación y potencia la capacidad para aprovechar las oportunidades. Bajo esta perspectiva, la «objeción de nivelar para abajo» pierde cierta dosis de irrefutabilidad, al punto de que se podría afirmar que es preferible la sociedad A (99; 99) a una sociedad B (100; 150) atravesada por la dominación, el servilismo y la subordinación, cuestiones que están por encima del bienestar individual. En este contexto, cabe afirmar que la desigualdad a partir de ciertos umbrales tiende a profundizarse y que, así como la igualdad pide igualdad, la desigualdad demanda más desigualdad.[1]

2-Dos modelos de respuesta al problema de las desigualdades

Si se asume que las desigualdades o, mejor dicho, ciertos umbrales de desigualdad constituyen un problema en el sentido que observa Rousseau, se puede plantear la siguiente interrogante: ¿la desigualdad es un problema moral o un problema político? Dejando de lado el solapamiento semántico que existe entre los términos «moral» y «político» se asume para los fines de este trabajo que si se trata de un problema moral su respuesta quedaría a merced de la caridad personal, mientras que si constituye un problema político es el Estado quien debería brindar una solución.

Más que dar una respuesta de corte prescriptivo, la idea en este apartado es tratar de entender por qué los Estados Unidos de Norteamérica y Europa han brindado respuestas tan distintas al problema de las desigualdades. En este sentido, se puede afirmar que mientras que en el país del norte se lo juzga un problema moral que se debe resolver mediante las libres decisiones de los ciudadanos y que en tanto libres son morales, en Europa, por el contrario, se lo considera un problema político cuya responsabilidad concierne a un Estado que, además de proteger las libertades básicas, debe garantizar los derechos económicos y sociales. De hecho, a diferencia de las Cartas Magnas europeas, en la Constitución norteamericana no están contemplados los derechos de «segunda generación».

Ahora bien, si se acude a la instructiva distinción trazada por Michel Albert en Capitalismo contra capitalismo (Albert, 1991) según la cual después de la desaparición de la Unión Soviética existen dos modelos antagónicos de capitalismo: el neo-americano y el renano, está claro que en términos de resultados, Europa le lleva una importante ventaja a los Estados Unidos. El modelo neo-americano, conocido como neoliberalismo y que tuvo en el gobierno de Reagan a uno de sus mentores más saliente, se caracteriza fundamentalmente por el bajo compromiso del Estado a la hora de garantizar los derechos sociales y por dejar en buena medida el problema de la pobreza a merced de instituciones privadas (es bien conocida la tradición norteamericana en materia de filantropía); en este modelo, las desigualdades no sólo son legítimas sino que constituyen un estímulo para una competencia que, en última instancia, favorece a la comunidad. Por su parte, el modelo renano ostenta una arraigada tradición en materia de protección social, lo cual entre otras cuestiones se traduce en una mayor presión y más progresiva estructura tributaria y una más alta participación estatal en la provisión de servicios como salud y educación.

Desde el punto de vista de la justicia, el modelo renano ha dado a luz sociedades relativamente más igualitarias, con clases medias más importantes que en los Estados Unidos de América y con menos exclusión y pobreza.

Sin embargo, no parece pertinente afirmar algo así como que los norteamericanos son egoístas y los europeos benevolentes. Es importante reparar en las respectivas historias y tradiciones: mientras que los norteamericanos verifican en su fundación, más allá de las enormes excepciones, individuos situados en un pie de igualdad (hoy se podría decir de oportunidades), Europa estuvo históricamente atravesada por profundas desigualdades cuya deslegitimación comienza recién a partir de la revoluciones de finales del siglo XVIII. En esos tiempos, apunta Rosanvallon (2012, p. 53), «mientras que en Inglaterra el 50% de la fuerza de trabajo era empleada en la agricultura, más del 90% de los habitantes de los trece Estados eran propietarios (…) Norteamérica era un país de pequeños propietarios, mientras que cuatrocientas familias acaparaban en Inglaterra el 20% del territorio».

Lo que se ha llamado historias y tradiciones y diferencia Estados Unidos de América y Europa puede ser comprendida a la luz del concepto de ethos o usando la expresión que Robert Bella toma de Alexis de Tocqueville en La democracia en América, de «hábitos del corazón». A finales del siglo pasado, un grupo de científicos sociales y filósofos de la política liderados por el sociólogo americano publicaron una obra intitulada Hábitos del corazón (Bellah 1989), un libro que procuraba reactualizar los estudios del sociólogo francés con el objetivo de describir el paisaje axiológico del individuo americano promedio.

La conclusión a la que arriban este grupo de científicos es que la concepción de la vida del ciudadano americano es, definitivamente, el del individualismo, su compromiso con la autonomía y la realización personal, alimentada por su tradición puritana. De acuerdo a las personas entrevistadas, se cuenta en el libro, el valor fundamental a respetar es la capacidad de elegir el propio estilo de vida, las convicciones éticas religiosas, las opciones sexuales, etc., sin importar tanto qué sea lo que se elija. Siempre y cuando la libertad de los otros no se vea conculcada, cada cual tiene derecho a elegir su propio modo de vivir, por lo que el valor de la tolerancia hacia el modo en que cada cual ejerce su libertad resulta capital.

El lenguaje moral del individualismo, particularmente del individualismo utilitario, remite a aquellas ideologías centradas en la maximización del propio interés como imperativo vital, de modo que la sociedad es vista como un mercado, como un gigantesco escenario en donde tiene lugar la competencia generalizada por la satisfacción de las necesidades y la conquista del status socio-económico. El individuo americano promedio juzga que sus vidas comenzaron bajo condiciones igualitarias y que el esfuerzo de cada uno determina la posición social alcanzada. De aquí el poco arraigo que tiene el Estado de bienestar.

Sin embargo, a pesar del arraigado ethos individualista y de la retórica «ganadores-perdedores», la sociedad norteamericana ha dado a luz algunas importantes instituciones funcionales a la igualdad (de oportunidades).

Además de la invención del impuesto progresivo (resistido en virtud del principio de igualdad ante la ley), el fortalecimiento del sistema de educación pública y algunos mecanismo de protección social instalados bajo el gobierno de Roosevelt, existe otra «familia» de prácticas que importa resaltar en la medida en que constituyen intervenciones de Estado en pos de resguardar cierta equidad.

De entrada, que hay una muy baja tolerancia al desempleo; de hecho, como señala Amartya Sen, un gobierno norteamericano no podría resistir los niveles de desempleo que existen en Europa. La intolerancia hacia el desempleo, observa el economista indio, está ligada a la cultura de la auto-ayuda. Si bien Amartya Sen relativiza el aserto según el cual el subsidio al desempleo desincentive la búsqueda de trabajo, advierte que el desempleo merma la auto-estima y constituye una fuente de desmotivación para la búsqueda de empleo. En suma, el problema del subsidio al desempleo estriba no tanto en entorpecer la búsqueda de trabajo como en socavar la responsabilidad individual y la cultura de la auto-ayuda. Por otra parte, se trata de un país con una gran cantidad de regulaciones que redundan en beneficio de los ciudadanos; por ejemplo, las anti-monopólicas, las anti-trust sobre los precios de consumo, las de fomento de la libre competencia, sobre los monopolios públicos o privados «vigilados» por el poder de los consumidores (Sen, 1999).

La historia socio-política europea difiere radicalmente de la norteamericana. Tradicionalmente estructurada en torno a rígidas clases sociales deudoras de los linajes (sangre), Europa verifica históricamente una enorme desigualdad, tanto formal como material, alimentada por una generosa trama de privilegios. 

Sin embargo, a diferencia del mundo Oriental, la idea de igualdad encuentran en la teología cristiana y su influencia sobre el pensamiento europeo (iusnaturalismo, liberalismo, etc.) su caldo de cultivo. Claro que desde el punto de vista fáctico, la secularización de la igualdad comienza a tomar cuerpo recién con la Revolución francesa y la Declaración universal de los derechos del hombre y el ciudadano, punto de inflexión del tránsito desde las comunidades tradicionales y jerárquicas hacia las sociedades modernas caracterizadas por la igualdad (Rousseau, Tocqueville, etc.) y la condena a los privilegios (Emmanuel Sieyès). En suma, el espíritu de la Europa moderna está enteramente atravesado por, y tiene como gran empresa política, la idea de igualdad.[2]

Por supuesto, la concreción de la igualdad transitó un itinerario que encuentra su momento más aciago durante la revolución industrial, caracterizada por la extrema miseria de la clase obrera. En este contexto cobra fuerza el pensamiento socialista y marxista y se desencadenan innumerables luchas sociales que no tienen otra pretensión que materializar la radical igualdad. Esta amenaza que asechaba a Europa encuentra una primera y eficaz respuestas en las leyes impulsadas por el Canciller Otto von Bismarck a finales del siglo XIX, las cuales sientan las bases del Estado de bienestar: como nunca antes, la justicia social deja de depender de la caridad para pasar a depender de un Estado que asume cada vez más funciones (garantía contra los accidentes de trabajo, enfermedad, desocupación, jubilaciones, sindicatos, etc.). Luego de los episodios totalitarios, la post-guerra conoce el esplendor del Estado de bienestar en el marco de regímenes democráticos y de respeto a las libertades individuales, encabezado por la democracia cristiana en Francia, Alemania e Italia, y el laborismo en Inglaterra, Suecia y Noruega. 

Ahora bien, otro elemento decisivo en la conformación del Estado de bienestar europeo fue la experiencia común de las grandes guerras. En efecto, la igualación de las condiciones materiales como consecuencia de los devastadores efectos de los conflictos bélicos puso a la ciudadanía europea en un pie de igualdad frente al riesgo social. La homogenización del riesgo, que como se verá más adelante resulta ser la concreción del velo de la ignorancia rawlsiano, impulsó y posibilitó su socialización en el marco del Estado de bienestar. Este punto, se verá más adelante, cobrará relevancia como factor disruptivo de la solidaridad estatal. 

3– Legitimación ética del Estado de bienestar

El más notable argumento legitimador de instituciones redistributivas es el esgrimido por John Rawls en su obra Teoría de la justicia, publicada en 1971. La idea grosso modo es la siguiente: no se pueden convalidar los efectos distributivos de las azarosas diferencias naturales o sociales puesto que nadie es responsable ni de sus talentos ni del medio social en el que nace; y, dado que la suerte es arbitraria y por tanto carece de moralidad, hacen falta principios de justicia que regulen los resultados distributivos. Con esta idea como punto de partida, Rawls resulta el legitimador «retroactivo «del Estado de bienestar en el marco de sociedades democráticas.

Rawls entiende la sociedad como una asociación que busca el bien común de sus miembros pero en la que, además de la identidad de intereses derivados de la división del trabajo, hay conflictos puesto que, a la hora de perseguir sus fines, cada uno prefiere tener más que tener menos. De aquí la necesidad de disponer de ciertos principios de justicia que regulen la distribución de las ventajas y las obligaciones de la cooperación o, dicho de modo más general, que regulen la estructura básica de la sociedad.

 ¿Cómo elige los principios de justicia? Mediante un contrato entre individuos libres y racionales situados en igualdad de condiciones, en relaciones de simetría. Dicho de otro modo, a partir de un acuerdo que debe ser urdido bajo las reglas de un procedimiento equitativo. Un procedimiento equitativo es por ejemplo el que se utiliza para dividir una manzana entre dos personas: una la corta y la otra elige primero. Esto no significa que el resultado sea necesariamente «mitad y mitad» para cada uno, pero sí asegura no haya lugar para reclamaciones legítimas. Claro que este procedimiento no sirve para elegir los principios de justicia distributiva a escala de una sociedad.

El procedimiento imparcial diseñado por Rawls para elegir los principios de justicia que regulen el funcionamiento de una sociedad se inaugura con una «posición original» caracterizada por lo que denomina «velo de la ignorancia», esto es, que nadie sabe qué lugar ocupa en la sociedad ni cuál es su dotación natural (talento, inteligencia, etc.). Bajo estas condiciones, si alguien elige principios que convalidan desigualdades tiene que saber que nada le asegura que va a caer entre los favorecidos. Por consiguiente y para evitar riesgos, las contratantes eligen como principios de justicia igual libertad para todos, igualdad de oportunidades y, lo que más importa para este trabajo, un principio de diferencia que implica que se toleran desigualdades pero bajo la condición de que favorezcan a los peor situados, desigualdades que Rawls tiene por justas [3]. Sobre este principio, Rawls mantiene que es irracional distribuir bienes de manera igual si existe una distribución desigual que es Pareto superior (alguien mejora sin que ninguno empeore), lo cual implica dar una respuesta razonable al dilema entre eficiencia y equidad: que los más eficientes produzcan todo lo que puedan producir pero que parte de sus beneficios se destinen a mejorar la situación de lo más desfavorecidos.

Rawls logra así que la justicia distributiva esté regida por principios escogidos mediante un procedimiento equitativo. Y evita así que la distribución quede a merced del azar, sea natural (talentos) o social (medio social de nacimiento), el cual es neutralizado precisamente a través del Principio de diferencia. Para Rawls es justo que las desigualdades asociadas a contingencias sociales y naturales, éticamente inaceptables, sean compensadas. Y, dado que en el sistema económico y social no se hace ningún esfuerzo por preservar la igualdad real de oportunidades, las cuales está fuertemente influenciados por contingencias sociales o naturales, de accidentes y buena fortuna, factores todos arbitrarios desde un punto de vista moral, en virtud del Principio de diferencia le corresponde al Estado llevar a cabo reasignaciones de recursos y posiciones en beneficio de los menos aventajados. Como afirma el mismo Rawls, «las desigualdades sociales y económicas habrán de disponerse de tal modo que sean tanto (a) para proporcionar la mayor expectativa de beneficios a los menos aventajados, como (b) para estar ligadas con cargos y posiciones asequibles a todos bajo condiciones de una justa igualdad de oportunidades» (Rawls, 1995, § 13).

Por supuesto, la obra de Rawls recibió varias objeciones y abrió innumerable debates. Entre otras, la métrica que rige el principio de igualdad (bienes primarios, recursos, utilidad, bienestar, capacidades) y, sobre todo, la lógica del Principio de diferencia [4] 

Para los propósitos de estas reflexiones interesa una presentada por Ronald Dworkin, quien señala que entre los beneficiarios de las transferencias no discrimina entre quiénes lo están por mala fortuna y quiénes por sus propias decisiones. Mucho se ha escrito sobre si los surfers de Malibú merecen la ayuda estatal.

4- Algunos obstáculos para la construcción del Estado de bienestar en Latinoamérica

Si se advierte la gran desigualdad, pobreza y exclusión que verifica Latinoamérica, no parece quedar mucho margen de dudas para justificar la existencia de alguna versión del Estado de bienestar. Sin embargo, aunque es innegable que la primera década del milenio ha dado a luz un movimiento político (los llamados «populismos») que se opone de modo férreo a las políticas de corte neo-liberal y ha bregado por una mayor intervención estatal en la esfera distributiva, no hay indicios contundentes de que la región vaya a dar a luz instituciones que asuman políticas redistributivas a favor de una mayor igualdad. Más bien, todo indica que lo que cabe esperar del Estado son políticas de asistencia a las exclusiones más flagrantes (como las transferencias condicionadas implementadas después de las experiencias neo-liberales de los años noventa) y pocas novedades en cuestiones tan sustantivas como una estructura tributaria más progresiva y mayor eficiencia en la asignación del gasto público.

De hecho, en un trabajo recientemente publicado por la CEPAL (datos circa 2011), se muestra que los países de América Latina parten de un coeficiente de Gini para los ingresos de mercado (es decir, antes de transferencias e impuestos directos) levemente superior al promedio de la OCDE (0,50 y 0,47, respectivamente). Sin embargo, la política fiscal en los países de la OCDE cumple un papel significativo en la reducción de la desigualdad, ya que el coeficiente de Gini cae un 36% (un 39% en el promedio de 15 países de la Unión Europea) y se sitúa en un valor de 0,30 (en términos absolutos, el coeficiente de Gini desciende 17 puntos porcentuales en la OCDE y 19 puntos en la Unión Europea (15 países). En contraste, la disminución media de la desigualdad en la región apenas llega al 6% (o en términos absolutos, a 3 puntos porcentuales del coeficiente de Gini respecto del promedio de 17 países), por lo que el Gini del ingreso disponible alcanza un valor medio de 0,47, el mismo valor del coeficiente de Gini del ingreso de mercado de la OCDE (Hanni, Martner y Podestá, 2017).

Ahora bien, ¿es pensable que en Latinoamérica reinen condiciones favorables para fundar un Estado de bienestar en tiempos en los que recaen sobre él numerosas objeciones? Es importante, para empezar a pensar esta pregunta, que a la luz de la comparación entre los Estados Unidos de Norteamérica y Europa, la región ni verifica un origen igualitario ni conoce, salvo algunas experiencias puntuales como fueron las sustantivas ampliaciones de derechos sociales en algunos países [5], prácticas institucionalizadas funcionales a la igualdad. Es decir, nunca llegó a arraigar una inercia igualadora que haga frente a las desigualdades y privilegios que datan de la época colonial. Esta carencia de tradición redistributiva estatal se podría emparentar, entre otras muchas razones, con lo que Peter Flora advierte para el caso europeo pero que nada impide extrapolar a Latinoamérica: que en los países protestantes la noción de responsabilidad estatal en el bienestar público surgió antes y tuvo más arraigó que en los países católicos, en los que la caridad siguió jugando en papel central en materia de ayuda a los más desfavorecidos (Flora, 1986, pp. XII-XXIX).

Un segundo problema estriba en ciertos cambios exógenos que impusieron restricciones al financiamiento del Estado de bienestar.

En efecto, el alargamiento de la esperanza de vida y el crecimiento del desempleo han modificado sustancialmente la relación entre la población activa y pasiva; un problema que alberga una lógica viciosa en la medida en que el incremento de la edad jubilatoria podría entorpecer el ingreso de los jóvenes al mercado de trabajo. Por otra parte, la profundización del comercio internacional que limitó o redujo los niveles de presión tributaria so pena de perder competitividad. A estos problemas, en el caso latinoamericano hay que añadir el alto peso relativo del trabajo informal.

En tercer lugar aparece un obstáculo que deriva de una de las objeciones que Dworkin presenta frente al Principio de diferencia rawlsiano: que no discrimina entre los desfavorecidos a los que están por su propia responsabilidad. En efecto, Dworkin propone para subsanar lo que considera un efecto «negativo» del Principio de diferencia, insensible a la responsabilidad individual, una distinción entre «decisiones personales» (creencias y actitudes que definen cómo debería ser una vida exitosa, lo cual incluye gustos, ambiciones, aplicación, voluntad de exponerse al riesgo) y «contexto» (origen socio-económico y características físicas, mentales o de personalidad, que proveen los medios o los impedimentos para el logro del éxito personal). Luego, a partir de dicha distinción, hace dos afirmaciones: primero, una sociedad es injusta si no iguala o compensa las circunstancias contingentes bajo las cuales los individuos toman sus decisiones y, segundo, si luego de igualar el contexto no preserva las diferencias y desigualdades que derivan de las elecciones de las que los individuos son responsables (Dworkin, 2000).[6]

Con esta objeción, los debates sobre la justicia inaugurados por Rawls dejan atrás la pretensión de deslegitimar las realizaciones personales (mérito) en virtud de la influencia indebida que sobre ellas juega el azar para pasar a ensayar su legitimación a través de la identificación con las elecciones personales o una noción fuerte de responsabilidad individual. Como compendia Brian Barry, una sociedad justa es aquella cuyas instituciones honran dos principios de distribución: un «principio de contribución», según el cual las instituciones de una sociedad deben operar de tal modo que contrarresten los efectos de la buena y la mala fortuna; y un «principio de responsabilidad individual» según el cual los arreglos sociales deben ser tales que el desempeño de las personas dependa de sus actos voluntarios (Barry, 1997). 

La idea de fondo que deja este debate es que no todas las desigualdades son injustas, que se puede hablar de desigualdades justas, algo que Rawls en virtud del Principio de diferencia justifica por las consecuencias sobre los más desfavorecidos. Ahora, la justificación de las desigualdades pasa por compensar las diferencias debidas a la suerte y por recompensar las consecuencias de las acciones ligadas a la responsabilidad individual; el merecimiento queda así enteramente identificado con las elecciones libres de contingencias o con la «responsabilidad pura». De aquí que las desigualdades de las que las personas no son responsables son inmerecidas e injustas, mientras que las que derivan de la responsabilidad individual son merecidas y justas.

Se puede contestar la propuesta de Dworkin y, extensivamente, de los llamados «igualitarista de la suerte». En efecto, la idea de causalidad libre de contingencias conduce a un callejón sin salida: la idea de eliminar completamente las contingencias en la vida de la personas como estrategia para legitimar las políticas redistributivas no parece posible ni deseable. No parece posible porque implica adentrarse en el antiguo problema metafísico entre determinismo y libertad o en la identificación de una supuesta primera causa que funda la responsabilidad, cuestiones ambas de difícil solución como para legitimar un criterio de justicia distributiva. No parece deseable porque abre un severo problema de desconfianza ya que la atribución de responsabilidad daría lugar a una interminable cadena de pedidos de cuenta entre los miembros de la sociedad; por ejemplo, se interrogaría hasta la humillación a los peor situados para verificar si lo están por mala suerte o por propia responsabilidad (algo que no se haría con los bien situados), o se intentaría probar si un accidente de trabajo se explica por la falta de atención del trabajador, o se discutiría el alcance de la cobertura de salud a un enfermo de cáncer que persiste en sus hábitos de fumador.

Ahora bien, más allá de la objeciones metafísicas y éticas que se puedan esgrimir contra la noción de «responsabilidad pura», G.A. Cohen ha señalado que «Dworkin le ha prestado al igualitarismo el considerable servicio de incorporarle la más poderosa idea dentro del arsenal de la derecha anti-igualitaria: la idea de elección y responsabilidad» (G. A. Cohen, 1989). Dicho desde otra perspectiva, los potenciales beneficiarios de la ayuda social se han vuelto sospechosos a los ojos de los contribuyentes; de hecho, en Europa hay por ejemplo una tendencia hacia el endurecimiento de los controles a los desempleados. Esta tendencia no va a pasar inadvertida y flota en aire entre ciertos sectores de sociales de la región.[7]

En cuarto lugar, el discurso neo-liberal y su impugnación a las políticas redistributivas ha calado hondo en la conciencia del mundo occidental. Nacido de una peculiar interpretación de la tradición liberal llevada a cabo por Robert Nozick en su obra Anarquía, estado y utopía publicada (1974), los fundamentos de la ideología neo-liberal fueron enunciados en el marco de los altos niveles de vida alcanzados en los países centrales, razón por la cual se juzga que llegó la hora de que el individuo se valga por sí solo, que ya puede prescindir de la ayuda estatal. [8] Se puede afirmar en este sentido que dadas dos sociedades con los mismos indicadores socio-económicos, parece preferible aquella en la que la participación del Estado es menor, entre otras razones, por alguna idea de la autonomía de la persona. La utopía de disolución del Estado tiene raíces marxistas y aunque por otro «camino» el neo-liberalismo defiende la misma tesis. No en vano Alain Renaut, en su obra Qu’est-ce qu’une politique juste? tiene, todo lo discutible que se quiera, un apartado intitulado «Marxismo y neo-liberalismo: los hermanos enemigos» (Renaut, 2004, pp. 118-125).

A tenor de los resultados en materia de distribución verificados en los países que han puesto en práctica políticas inspiradas en la ideología neo-liberal caben no pocas objeciones a las políticas nacidas del Consenso de Washington. Pero lo que resulta más llamativo es cómo pudo arraigar en la región el neo-liberalismo en el contexto de una de sus más profunda crisis socio-económica (la llamada «década perdida» como consecuencias del endeudamiento externo de los años setenta), es decir, cuando no reinaba una de sus más salientes condiciones de posibilidad. No es una pregunta que se va a abordar en este trabajo: sólo importa señalar que el neo-liberalismo no es una ideología pasada de moda y que lo que probablemente la mantenga viva es la mala reputación que tiene el Estado en Latinoamérica y la adhesión que ha logrado una versión «mutilada» (sin una real igualación de oportunidades) de la meritocracia.

Pierre Rosanvallon señala otro obstáculo de relevancia. La distribución uniforme y homogénea del riesgo social que reinaba en la post-guerra ha encontrado su final; por el contrario, ahora el riesgo se concentra en los grupos de exclusión y desocupación de larga duración. Dicho de otro modo, se ha desgarrado el «velo de la ignorancia» puesto que la gente dispone de información que le permite identificar los riesgos con los que se enfrenta: «el principio implícito de justicia y de solidaridad que subyacía al Estado providencia descansaba en la idea de que los riesgos estaban igualmente repartidos y eran a la vez de naturaleza ampliamente aleatoria (…) En el seguro bajo el velo de la ignorancia había superposición de la justicia y de la solidaridad: la distribución de los riesgos eran al mismo tiempo una norma de equidad y un procedimiento de solidaridad» (Rosanvallon, 2012, pp. 261-263). Ahora, en la medida en que se pueden predecir las trayectorias de vida, se rompen los fundamentos del contrato social en su versión rawlsiana. Esta situación queda paradójicamente consolidada a través de un principio central del sistema democrático: la regla de la mayoría. En efecto, el hecho de que los grupos de exclusión sean «minoría» socava la fuerza del voto como estrategia de reclamación de mayor igualdad.

 Hay además un punto que guarda relevancia ligado al Principio de diferencia: si Rawls, para resolver el dilema eficiencia-equidad, justifica las desigualdades de los favorecidos por la lotería natural (de ahora en adelante, los talentosos eficientes) sólo si redundan en beneficio de los peor situados, ¿cuántos beneficios demandan los talentosos eficientes para materializar sus posibilidades y que, a la vez, se cumpla con el espíritu del Principio de diferencia?

Esta interrogante remite a una interpretación que G. A. Cohen (2008) hace del imperativo de mejorar a los peor situados. Según él, mayores beneficios a los talentosos eficientes sólo se justifican si, de no hacerse, se negarían a ponerlos en práctica y a fortiori a no favorecer a los peor situados. G. A. Cohen plantea la siguiente situación: un
excelente médico que prefiere trabajar de jardinero por $20.000, salario que también podría ganar si ejerciese la medicina, sólo aceptaría trabajar en su profesión y abandonar la jardinería por un mínimo de $50.000, salario a partir del cual podría mejorar la situación de los peor situados. Frente a esta situación G. A. Cohen razona de la siguiente manera: si el Principio de diferencia es un principio de justicia no sería justo pagarle al profesional $50.000 porque no es una desigualdad necesaria para beneficiar a los ciudadanos en peor situación porque bien podría, «si quisiera», trabajar por $20.000.

Ahora bien, el «si quisiera» que haría que el talentoso eficiente lleve a cabo emprendimientos que satisfagan el espíritu del Principio de diferencia dibuja un ethos social (ciertas actitudes son más frecuentes que otras) que en el  marco de estos debates se discrimina del siguiente modo: (i) egoísta u homo œconomicus que busca el máximo  beneficio posible; (ii) talentoso moderadamente egoísta que se conformar con algo menos que el máximo beneficio; (iii) igualitarista que renuncia a un beneficio desproporcionado.

Joshua Cohen mantiene que diferentes arreglos institucionales propician ethos diferentes, por lo que cabe hablar de una jerarquía en cuyo vértice estarían instituciones que inciten a los talentosos eficientes a llevar a cabo sus emprendimientos sin la necesidad de incentivos, luego incentivos no desproporcionados y así sucesivamente. Por consiguiente, cambios de ethos pueden beneficiar a los más desfavorecidos; como apunta el mismo Joshua Cohen, «podría ocurrir que los cambios en las instituciones y las políticas cambiaran la distribución favoreciendo a los que están en peores condiciones; y que ese cambio ocurriera a través de una mutación las preferencias, las actitudes y las sensibilidades que conforman el ethos social. Pero no podría ser seguramente el caso de que los principios de justicia, que exigen que adoptemos las instituciones y las políticas que producen la mayor contribución para los menos favorecidos, nos conduzcan a no producir los cambios cuando los efectos sobre quienes están menos favorecidos provengan de cambios en el ethos social que resultan de cambios institucionales» (J. Cohen, 2011, p. 377).

Más allá de que en el mundo real resulta difícil diseñar incentivos que eviten beneficios desproporcionados, Joshua Cohen mantiene que las instituciones que satisfacen el espíritu del Principio de diferencia son las que minimizan los efectos negativos sobre los ciudadanos peor situados, lo cual se cumple cuando los incentivos no exceden lo necesario o cuando son tan bajos que desalientan a actuar a los talentosos eficientes. 

De este debate se pueden sacar muchas enseñanzas para la orientación de las políticas públicas. Una de ellas estriba en que las instituciones deben brindar condiciones macroeconómicas estables para minimizar la incertidumbre y así el nivel de exigencias de beneficios por parte de los talentosos eficientes. Otra y dado que los impuestos afectan los niveles de beneficios y determinan el nivel de transferencias a los peor situados, sobre la elección de la presión tributaria «óptima» y abre posibilidades de acuerdos tributarios ligados a la gravedad de la situación socio-económica. Las discusiones sobre el mercado laboral también pueden encontrar inspiración en la lógica de estos debates.

Una última cuestión remite a los límites a la actuación del Estado de Bienestar y la tensión que existe entre libertad e igualdad. El conflicto se plantea ante la posibilidad de que se suspenda el esquema de derechos y libertades básicas para lograr ciertos niveles de igualdad o incluso alcanzar una perfecta igualdad distributiva, problema que en la región resulta una amenaza recurrente. Amartya Sen, en este sentido, es tajante. Según él, hay dos creencias en las que no hay que sucumbir: la primera, que se deben tolerar dictaduras o democracias autoritarias puesto que tienen mayor capacidad de impulsar el desarrollo económico en países pobres; la segunda, que los más desfavorecidos privilegian el bienestar económico sobre el ejercicio de los derechos humanos.

Sin afirmar que exista un vínculo automático entre democracia y equidad o desarrollo humano, contra ellas mantiene, por un lado, que no hay evidencia empírica ni razones para asumir que las políticas económicas adoptadas por los regímenes autoritarios sean inconsistentes con las democracias; y, por otro, que la prohibición de elecciones y la falta de libertades conspira contra la existencia de una oposición, la cual suele jugar un papel central a la hora de poner en el centro de la escena política los déficit del sistema, entre los que el de la equidad cobra una especial relevancia. Como advierte Amartya Sen en Desarrollo y libertad es de hecho difícil encontrar hambrunas en países con libertad política y de prensa (Sen, 2000).[9]

 Referencias

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[1] De estas precisiones sobre la problemática de la desigualdad, aparece un corolario de enorme actualidad: una sociedad puede privilegiar la igualdad o bien combatir la pobreza, cuestiones que como se ha señalado puede converger, pero no de modo necesario. Se trata, claro está, de dos empresas políticas bien distintas.

[2] Sobre el tránsito desde las comunidades tradicionales hacia la sociedad moderna, cfr. Basombrío, M. (2008), «Los principios éticos en la génesis de la economía política», en Revista de Economía Política de Buenos Aires, Año 2, volúmenes 3 y 4, pp. 47-64.

[3] En un minucioso trabajo, Farrell (2002) cuestiona el alcance del «velo de la ignorancia», la aversión al riesgo con la que caracteriza a los contratantes y la limitada alternativa de tener que elegir entre los principios de justicia rawlsianos y una versión del utilitarismo que considera no es la mejor.

[4] Una objeción in recto al Principio de diferencia es que deja indeterminado el margen de políticas redistributivas justas. Cfr. Rivera López, E. (1996), «Igualdad política y desigualdad económica. Algunas reflexiones y propuestas aplicadas al principio de diferencia de Rawls», en Isonomía N° 4, pp. 115-134.

[5]Sin bien hay un importante vínculo entre la expansión de los derechos sociales y la protección social, no parece que respondan a la misma lógica del Estado de bienestar, el cual que tiene entre sus consignas más notables a «la protección desde la cuna hasta la tumba». En términos generales, se puede afirmar que la protección estuvo basada en el pleno empleo pero, de hecho, no se conocen experiencias de subsidio al desempleo, a la sazón, una de las instituciones centrales del Estado de bienestar. En suma, la protección resultó tautológica: recayó sobre el ya trabajador formal, dejando afuera empleados informales y desocupados.

[6] Dworkin es consciente de los problemas que comporta discriminar «contexto»‖ y «decisiones personales», pero juzga necesario disponer de una noción de elección (acción voluntaria) so pena de que la existencia pierda valor moral.

[7] Como ejemplo de estas discusiones, se puede ver un trabajo crítico de García Valverde sobre la Asignación Universal por Hijo en la Argentina, ejemplo típico de transferencia condicionada, y la lógica de su diseño a la luz de los principios normativos del «igualitarismo de la suerte» y la idea de responsabilidad individual. Cfr. García Valverde, F. (2015), «Igualitarismo de la suerte y Asignación Universal por Hijo», en Revista Internacional de Pensamiento Político – I Época – Vol. 10, pp. 217-235.

[8] Hay en la tradición liberal, que se advierte ya en la obra de sus padres fundadores, un gran apego a la igualdad que, entre otros aspectos, se advierte un rechazo a la institución de la herencia (J. S. Mill, Jefferson y otros). Uno de los herederos de esta tradición, el francés Raymond Aron, escribe más recientemente «que el Estado puede y debe garantizar a todos, por medio de leyes sociales, un mínimo de recursos que hagan posible un vida decente, al nivel que tolera la riqueza colectiva. Aron, R. (1966), Ensayos sobre las libertades, Alianza, Madrid, p. 133. Cfr. Nozick, R. (1988), Anarquía, Estado y utopía, traducción de R. Tamayo, FCE, México.

[9]También Rawls asume la misma postura cuando establece un estricto orden lexicográfico para sus principios de justicia. Un ordenamiento que no sólo constituye una severa objeción contra el consecuencialismo utilitarista, sino que además pretende asegurar que en nombre del principio de diferencia se cometan las peores injusticias.