Tropical Dystopia: The Bolsonaro Government and the Destruction of Modern Brazil
Por Eduardo Crespo ecres70@gmail.com (Universidad Federal de Rio de Janeiro, UFRJ, Universidad Nacional de Moreno, UNM) y Javier Ghibaudi javierghibaudi@gmail.com (Universidad Federal Fluminense, UFF)
Fecha de recepción: 22/05/2019 Fecha de aceptación: 15/06/2019
I. Introducción: Brasil: mito e historia
Entre las imágenes que los argentinos asociamos con Brasil domina aquella del ‘Gigante’: territorial, futbolístico, musical. En esa constelación subsisten los mitos de Brasil como un Estado fuerte, un pueblo nacionalista, un parque industrial poderoso, y el más fantasioso, una burguesía nacional comprometida con el desarrollo del país. Las expresiones eufóricas acerca de Brasil, “Gigante pela próprianatureza”, como canta el himno nacional, llegaron a su clímax durante el segundo mandato de Lula. Colaboraron los descubrimientos de vastos yacimientos petroleros, la elección del país como sede de grandes eventos deportivos y la mejora de los indicadores socio-económicos. No faltaron anuncios sobre la transformación de millones de pobres en una “nueva clase media”, e incluso la representación de un despegue sensacional en tapa de TheEconomist de noviembre de 2009, donde el Cristo Redentor emergía de las florestas de Tijuca despegando hacia la estratósfera.
Ese sentido común, del que las ciencias sociales no fueron inmunes, fue atropellado por los eventos de años recientes. La sesión parlamentaria que selló la destitución de DilmaRousseff fue uno de los episodios más bizarros de la historia política televisada. Todas las pulsiones reaccionarias del país fueron trasmitidas en vivo, conformando un verdadero circo de horrores, plagado de payasadas supersticiosas y hasta por la apología de la tortura a manos de un diputado menor a quien la historia le adjudicaría atribuciones mayores. La propia TheEconomist ya en septiembre de 2015 pasóde la euforia a la depresión al representar la caída en picada del mismo Cristo Redentor de antaño. Desde 2018 no dejan de asombrar la fragilidad del Estado de Derecho, el asesinato de líderes legislativos, iniciativas como la liberación del porte de armas, las vinculaciones del poder ejecutivo con el crimen organizado.
En este artículo buscamos establecer ejes analíticos que permitan interpretar esta coyuntura partiendo de la formación histórica brasileña. Nos centraremos en el estudio de la Estatalidad, su matriz colonial y tropical, su devenir como parte de la periferia mundial y sus transformaciones en el marco del proceso de neo-liberalización contemporáneo. Además de esta introducción; la sección II busca desentrañar las raíces de la estatalidad brasileña en la larga duración; la sección III analiza la emergencia, características y declinación del Estado Desarrollista; la sección IV se detiene en los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT); la sección V analiza los rasgos básicos de la deconstrucción estatal que se visualizan en el presente; la sección VI ofrece unas breves conclusiones.
II. Las raíces de la Estatalidad brasileña
El Estado brasileño fue el heredero de la Colonia portuguesa. No hubo en Brasil un prolongado período de guerras de Independencia ni se verificaron grandes rupturas sociales con el pasado colonial. A diferencia del resto de América, el Imperio de Brasil en cuanto Estado Independiente no nació producto de una revuelta de criollos contra el poder central, sino a consecuencia del traslado de la Corte Portuguesa a Rio de Janeiro en 1808 motivada por la Invasión napoleónica de la Península Ibérica. La Colonia, el Imperio (1822-1889) y más tarde la “República Vieja” (1889-1930), fueron formaciones sociales volcadas al mercado mundial, proveedoras de productos tropicales para consumo de europeos. Como lo pone de relieve la literatura neo-institucionalista contemporánea, así como autores clásicos brasileños como Caio Prado Jr. (2011), Brasil poseía todos los rasgos distintivos de una “Colonia de Explotación”. A diferencia de las denominadas “Colonias de Poblamiento”, como los dominios ‘blancos’ británicos de clima templado del Norte de EEUU, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, en Brasil los colonos europeos no se trasladaron con sus familias para recrear en otro suelo sus modos de vida europeos, su agricultura, sus prácticas religiosas. Colonizar en Brasil era fundar empresas capitalistas de exportación de productos tropicales, exóticos para Europa, en base a la explotación de mano de obra esclava, compuesta por nativos americanos y fundamentalmente africanos adquiridos del otro lado del Atlántico.
Cuando los ingleses, quienes habían escoltado el traslado de la corona a Brasil, impusieron a Portugal la libre navegación y comercio en su colonia, la independencia económica de Brasil estaba sellada. Las actividades económicas de aquellos territorios comenzaron a gravitar en torno al Imperio Británico, debido al peso de sus importaciones, inversiones y finanzas. En 1822 fueron capitales ingleses los que financiaron la indemnización que el Imperio de Brasil debió pagar para independizarse de Portugal. Mientras que en Europa el surgimiento de los Estados nacionales fue pautado por la integración y expansión territorial en base a guerras y acumulación de riquezas, en Brasil, como en gran parte de Latinoamérica, la centralización del poder político fue un apéndice institucional del comercio exterior. En Europa las guerras sustentaban la estatalidad y exigían niveles crecientes de cohesión interna, lo que facilitó en tiempos modernos procesos de parcial democratización política y económica (Tilly, 1990; Anderson, 1983). En Brasil, en cambio, la expansión del comercio internacional durante el siglo XIX reforzó la formación social heredada de la colonia.
Así como el Estado-Nación fue una creación europea, su imitación latinoamericana fue marcada en gran medida por una matriz colonial-racista. En los trópicos, así como en los Andes, la colonización fue una empresa de ocupantes predominantemente masculinos y las estratificaciones sociales se organizaron en función de los diferentes grados de mestizaje. Las elites criollas que luego sucedieron a los europeos no sólo no contrariaron sino que intensificaron los rasgos coloniales del poder y la sumisión económica de esos espacios a los centros europeos (Quijano, 2000 y 2014). Si las antiguas metrópolis buscaron, al menos formalmente, reconocer “la humanidad” de los indígenas, las elites blancas que las reemplazaron los ignoraron completamente. Las clases dirigentes de Brasil, además, preservaron el sistema esclavista, incluso al costo de enfrentar las presiones de Inglaterra cuando ésta comenzó a combatir el tráfico negrero. Como argumenta Carlos Walter Porto-Gonçalves (2006), los propietarios locales se aliaron y apoyaron la independencia para, en lo esencial, mantener la esclavitud. Fernando Novais (2005) apunta que la preservación de la esclavitud, como ocurriera en EEUU, fue un factor de cohesión fundamental entre las elites propietarias que ayudó a mantener la unidad territorial de la antigua colonia portuguesa. Mientras que en la América española Simón Bolivar debió movilizar indios y negros para enfrentar a los españoles, hecho que debilitó los lazos entre las elites locales y colaboró con la fractura política, en Brasil, en cambio, la independencia no forzó la movilización de sectores populares ni puso en entredicho el apoyo de terratenientes. La preservación de la esclavitud ayudó a la unidad. Todos estos rasgos coloniales se mantuvieron durante la “República Vieja”, pese a la abolición formal de la esclavitud y al derrocamiento del Emperador, con el agravante de que se fortalecieron las oligarquías provinciales en desmedro del poder central. El esquema agroexportador centrado en San Pablo y Minas Gerais, la denominada alianza del “Café con Leche”, nombre derivado precisamente de sus principales productos agropecuarios, reforzó los rasgos heredados de la colonia y profundizó las asimetrías regionales.
III. El Estado Desarrollista
Este escenario se modificó con la crisis de la década de 1930. La implosión del comercio mundial, la ruptura del orden financiero internacional y fundamentalmente la fragmentación geopolítica provocada por estos acontecimientos, no podían dejar de tener profundas repercusiones sobre una organización económica y política que funcionaba como un apéndice tropical de ese entramado global. La acumulación de capital ya no podía sostenerse apenas dependiendo del mercado exterior (Furtado, 1958). La reproducción de las míseras condiciones de vida de la población, la propia organización estatal y el sistema político ya no eran sustentables sobre esas bases. Como ocurrió en casi todo el planeta, la de-globalización imperante en el período de entreguerras obligaba a reorientar la acumulación de capital hacia ‘dentro’ (Findlay y O’Rourke, 2009). La ampliación del mercado interno, la sustitución de importaciones, la política de industrialización, la regulación del comercio exterior y la organización de los trabajadores urbanos en sindicatos, se pusieron a la orden del día respondiendo a las condiciones internacionales. Fue tan abrupto el impacto que ya en 1930 detonó la Revolución que derrocó a la República Vieja del Café con Leche. Centrada en el Estado de Rio Grande do Sul y con apoyo de los Estados del Nordeste, se formó una coalición modernizadora que integró sectores capitalistas, trabajadores urbanos y militares, los ‘Tenientes’, bajo el liderazgo de Getúlio Vargas. Aunque su ideología y programa inicial eran difusos, el nuevo orden nacionalista se fue consolidando sobre la marcha mediante iniciativas que demostraron ser duraderas. Dos años después, esa coalición le impuso una derrota militar a la denominada ‘Revolución Constitucionalista’, una revuelta centrada en San Pablo que buscaba restablecer el viejo orden conservador-liberal.
La “Era Vargas” inauguró una nueva organización estatal. El gobierno central se impuso sobre las elites tradicionales. Impulsó la industrialización y urbanización del país y asumió un papel activo en la organización de la clase trabajadora urbana. Nacía el Brasil moderno. Su realizaciones fueron tanto materiales como simbólicas. Se crearon poderosas instituciones que aún hoy sustentan la imagen del Brasil Industrial y nacionalista tan presente en el imaginario regional. Son de ese período las estatales Petrobrás, Compañía Siderúrgica Nacional, la minera Vale do Rio Doce, el Banco Nacional de Desarrollo, entre otros. En esos años comenzaron a conmemorarse feriados patrióticos y un verdadero ejército nacional sustituyó a las antiguas milicias provinciales. En los años 1960 el desarrollismo brasileño llegó a su apogeo al trasladar la capital federal a Brasília, una corrida estatal orientada a la ocupación efectiva de territorios semidesérticos del Oeste del país y culminada en 5 años durante la presidencia de JuscelinoKubitschek, el “Presidente Bossa Nova”, quien impulsó el proyecto como parte del ambicioso plan de metas (1956-1961), conocido con el propagandístico “50 años en 5”.
El golpe de 1964 instauró una “modernización conservadora” (Fiori, 2001; O’Donnell, 1982). Aunque el gobierno militar mantuvo los instrumentos públicos para sustentar la industrialización, simultáneamente promovió una severa caída de los salarios y una violenta persecución a entidades sindicales y partidarias ligadas a trabajadores. Durante esos años se produjo un hecho quizás inédito en la historia del capitalismo moderno, un “Milagro Económico” según muchos analistas. No se trató apenas de un aumento de la desigualdad. Brasil crecía a tasas superiores a las del sudeste asiático al mismo tiempo en que caían los salarios reales en términos absolutos. Luego de cincuenta años de elevadas tasas de crecimiento (1930-1980), la economía brasileña seguía signada por una enorme desigualdad social, territorial y racial. Aunque la industrialización fue más lejos que en cualquier país latinoamericano y algunos sectores alcanzaron elevados estándares de competitividad internacional, amplios sectores del sistema productivo seguían operando con reducidos niveles de productividad y una parte significativa de la población continuaba viviendo en condiciones de subsistencia, con empleos informales y precarios. Un porcentaje muy elevado los brasileños seguía dependiendo del trabajo rural y del cuentapropismo urbano. Los suburbios de las grandes ciudades se llenaron de favelas habitadas por emigrantes principalmente de la región nordeste, mientras que el crimen organizado comenzó a adquirir preponderancia territorial. Como argumenta Francisco de Oliveira (2003), se trataba del capitalismo realmente existente en Brasil, donde la informalidad ocupacional y la exclusión política no eran contradictorias, sino fundamentos de un desarrollo “a la brasileña”. Esa dinámica, liderada por el Estado en articulación con el capital extranjero, mantenía los privilegios, incluidos los de una clase media acostumbrada a consumir una amplia gama de servicios personales baratos típicos del subdesarrollo y naturalizados en su consciencia: mucamas, niñeras, porteros, jardineros.
Así como la etapa nacionalista y desarrollista de Brasil se consolidó a partir de una crisis económica internacional, su fin se relaciona con otra crisis internacional. A fines de los años 1970, el empresariado brasileño, siguiendo un lineamiento predominantemente estadounidense, comenzó a oponerse al ‘estatismo’ de la política económica del gobierno militar. Aún cuando el régimen mantenía a raya salarios y reprimía sindicatos, los empresarios rechazaban la planificación estatal y la intromisión burocrática en sus negocios (Bresser Pereira, 1978). La crisis de la deuda externa, desatada a partir de la suba de tasas dispuesta por la FED en 1979, fue simultáneamente causa y excusa para acabar con el desarrollismo. Desde entonces, Brasil confluye con sus vecinos en el paulatino abandono del Estado emprendedor. Aunque la Nueva Constitución Nacional de 1988 y las elecciones directas para presidente de 1989 cosecharon un amplio apoyo, en la década de 1990 la conducción del Estado adoptó un rumbo neoliberal. Se impuso una agenda basada en la apertura financiera, la liberalización comercial y la privatización de activos públicos. Permanecieron estatales, de todos modos, la banca pública nacional –utilizada para financiar privatizaciones-, y Petrobrás, aunque convertida en una sociedad por acciones. También en armonía con la región, los años 1990 fueron una década pérdida en términos de crecimiento, desigualdad, empleo, inversión pública y privada, infraestructura, esto último confirmado por el apagón generalizado de energía eléctrica de los años 2001 y 2002, que favoreció la elección de LuizInácio Lula da Silva como presidente.
IV. Los gobiernos del Partido de los Trabajadores
El Partido de los Trabajadores (PT) asumió la presidencia en 2003. Como argumenta André Singer (2009), el Lulismo rápidamente cosechó apoyo entre los más humildes, especialmente de quienes se desempeñaban en actividades informales y estaban marginados de la vida política. Esta tendencia fue muy acentuada en las regiones más pobres del Nordeste y del Norte, que históricamente fueron territorios controlados por líderes tradicionales de la derecha brasileña, los denominados ‘Coroneles’. Este vuelco se sustentó en una explícita política de transferencia de ingresos, con programas como el Bolsa Familia, la política de valorización del salario mínimo, programas de acceso a servicios públicos básicos inexistentes en ciertas zonas, como la energía eléctrica, acceso a la educación superior y la formalización en el mercado de trabajo. Simultáneamente, como también apunta Singer, los escándalos de corrupción amplificados por los principales medios de comunicación, redujeron la popularidad del PT en sectores medios, trabajadores organizados y los grandes centros urbanos de la Región Sudeste.
Las políticas del PT no se edificaron en enfrentamientos con las elites sino en una asumida “conciliación de clases”. La política macroeconómica seguía los carriles ortodoxos heredados de la gestión anterior: superávit primario, apertura comercial y financiera, metas de inflación, tipo de cambio flotante. El gobierno del PT sólo se permitió alguna osadía fiscal durante la eclosión de la crisis financiera internacional durante el período 2009-2010 (Summa y Serrano, 2017). En ese breve intervalo el gobierno apeló a una ligera retórica desarrollista, buscó fortalecer la banca pública y promovió un programa nacional de infraestructura conocido como “Plan de Aceleración del Crecimiento”, que incluía el programa de vivienda denominado “Minha Casa, Minha Vida”. El gobierno multiplicó recursos públicos destinados a la concesión de préstamos a grandes corporaciones, al tiempo que Petrobrás expandía las cadenas de petróleo y gas buscando aprovechar los recién descubiertos yacimientos en aguas profundas. Estas políticas de excepción, de todos modos, dejaron intacta la normativa neoliberal de la década pasada que limitaba el volumen de gastos y restringía los grados de libertad del gobierno central y sus empresas al preservar las leyes de responsabilidad fiscal y el marco regulatorio de licitaciones. El gobierno garantizó el control privado de los grandes proyectos de inversión, descartó cualquier posibilidad de retomar el control sobre activos privatizados y excluyó cualquier posibilidad de retomar políticas de Planificación como las que caracterizaron a Brasil durante el desarrollismo.
Siguiendo a Victor Ramiro Fernández (2016), entendemos que hubo continuidad en el proceso de neoliberalización de Brasil durante las primeras décadas del siglo XXI. La mercantilización de la vida social del neoliberalismo no fue revertida. Los gobiernos del PT preservaron la estatalidad neoliberal atenuada con políticas de protección social. En cuanto a la estructura productiva, la mercantilización de recursos naturales y la ampliación del ‘agro-negocio’ en el territorio, profundizaron la especialización regresiva iniciada en la década de 1990. Como apunta Vainer (2013), las obras de infraestructura privilegiaron ese patrón de acumulación sin acarrear mejoras en la provisión de bienes y servicios básicos con destino a las grandes metrópolis. Las masivas manifestaciones de 2013 tuvieron como pauta inicial la mejora de transportes, cuando el gobierno privilegiaba costosas obras destinadas a eventos deportivos. Como bien lo sintetiza ErminiaMaricato (2013), los sectores populares mejoraban sus condiciones vida de las puertas de sus casas para adentro mientras persistían los problemas urbanos de sus casas para afuera.
V. Golpe y Frenesí: deconstrucción estatal y desarticulación social
Pese a la política de conciliación de clases, las mejora de las condiciones de vida de los sectores populares provocaron una rabiosa e insospechada reacción de las elites tradicionales, amplificada en la prensa corporativa y en la efervecencia de las clases medias. La crisis económica, provocada por una sucesión de eventos como la desaceleración del comercio internacional, el elevado endeudamiento de las familias, y fundamentalmente, la opción por el ajuste fiscal adoptada por el primer gobierno de DilmaRousseff, multiplicaron las voces empresariales contrarias al gobierno. Simultáneamente ganaron notoriedad mediática sectores de la policía federal y del poder judicial a través del nuevo escándalo de corrupción conocido como ‘Lavajato’. También contribuyó a debilitar el apoyo legislativo del gobierno, ya que las denuncias apuntaban a la compra de voluntades parlamentarias mediante desvíos de Petrobrás. En base a articulaciones que incluían al aparato judicial y de espionaje estadounidense, el Lavajato disparó una cacería de políticos y grandes empresarios de la construcción y del petróleo – sectores donde empresas extranjeras no fueron privilegiadas. A la desaceleración económica se le sumó una profunda crisis política que atacó las rutinas habituales del capitalismo brasileño (Costa Pinto et al, 2019).
El huracán mediático-judicial-corporativo no consiguió imponer a su candidato en las elecciones de 2014, el entonces Senador Aécio Neves del PSDB, pero sí contribuyó a agravar la polarización. El panorama se deterioró debido a opción del re-elegido gobierno de DilmaRousseff por intensificar el ajuste fiscal en una economía que ya estaba en recesión, adoptando un programa económico en las antípodas de su plataforma electoral y que consiguió minar el apoyo popular antes conseguido por el Lulismo y entusiasmar a las fuerzas reaccionarias que partían por más. Dilma fue destituida por un congreso nacional dominado por la BBB, las bancas apoyadas en la Bala –empresas de armamento, policías, militares, paramilitares–, el Buey –el agro-negocio– y la Biblia –las iglesias neo-pentecostales. El gobierno interino de Michel Temer, antes vicepresidente de Dilma en representación del PMDB, aplicó los proyectos impulsados por las facciones dominantes del empresariado y el sector financiero: privatizaciones, flexibilización laboral, reforma de la constitución para habilitar el congelamiento del gasto público por 20 años –con la notoria excepción del gasto financiero– y el intento, entonces inconcluso, de reformar la constitución para restringir el sistema público de jubilaciones.
En ese contexto se realizaron las elecciones presidenciales de 2018. La recesión, el aumento del desempleo, la explosión de la violencia y las campañas moralizadoras, amplificaron la influencia de iglesias neo-pentecostales y grupos paramilitares en las cada vez más desamparadas periferias urbanas. Los partidos políticos tradicionales de derecha también cayeron en descrédito por participar del gobierno Temer y por la difusión de audios y denuncias del Lavajato que involucraban a sus principales figuras, como el propio Michel Temer y el Senador Aécio Neves. La frutilla del postre fue el encarcelamiento de Lula, confirmado, previo cambio de jurisprudencia, por la Corte Suprema bajo presión mediática y amenaza pública de la Fuerzas Armadas. En ese torbellino, y con el apoyo de algunos sectores económicos, comenzó a brillar una figura hasta entonces excéntrica de la política brasileña como Jair Bolsonaro, quien finalmente se impuso en la contienda electoral con un discurso y gestos de extrema-derecha, con ataques a minorías –que en Brasil constituyen la mayoría de la población– y el llamado al orden con base en armas de fuego y en el propio Dios.
Muchos analistas temen un Estado autoritario y violento, abocado a la persecución de movimientos sociales, partidos y sindicatos. Aunque estos elementos están presentes en la retórica del Poder Ejecutivo, el gobierno Bolsonaro más que un Estado autoritario encarna el desmantelamiento del poder estatal. Es el síntoma de un Estado fallido. El proyecto del gobierno, caso la palabra ‘proyecto’ tenga sentido en esta coyuntura, es acelerar la mercantilización de la vida cotidiana y profundizar la desprotección social, abriendo espacios de acumulación a través de negocios basados en la depredación. A ello se agregan las agresiones contra sindicatos, universidades y llamativos proyectos como liberar la tenencia de armas de fuego en favor de paramilitares.
VI. Consideraciones Finales
¿Cómo se conecta la historia larga de Brasil con los acontecimientos de su historia reciente? ¿En qué sentido la Colonia continúa influyendo sobre el destino de los brasileños? Sugerimos una hipótesis para la discusión futura. Así como la ruptura con el orden tradicional agroexportador y esclavista heredado de la colonia que condujo al armado del Estado desarrollista coincidió con la de-globalización, es decir, con la implosión del comercio y las finanzas internacionales de la década de 1930, su parcial reconstrucción contemporánea coincide con los incentivos macroeconómicos de la “segunda globalización”. Durante la colonia, y en especial en el siglo XIX, los términos de intercambio favorecieron a los apropiadores de tierras y a quienes controlaban contingentes humanos, insumos indispensables para exportar productos tropicales. El negocio de las elites de entonces era colocar azúcar, café, algodón, caucho, en los barcos que se dirigían al norte e importar las manufacturas de consumo y aquellas indispensables para las actividades exportadoras. Los gobiernos no se preocupaban por cobrar impuestos a la tierra, crear capacidades estatales, fundar Universidades, difundir infraestructuras unificadoras, imponer las normas elementales de un Estado moderno, educar al ‘soberano’. La raquítica federación de la República Vieja era el corolario político natural de una organización productiva cuyo único propósito era abastecer mercados externos. Fue así como Brasil, todavía en 1930, era el más pobre de los países de América Latina de los que se dispone de información estadística. Un territorio signado por la fragmentación, el hambre y el analfabetismo (Bértola y Ocampo, 2013).
Repasemos los sectores dominantes de la política brasileña contemporáneos. La bancada del Buey expresa el poder económico del agro-negocio. Es el sector que defiende la potestad de asesinar a todo aquel que reclame el acceso a la tierra o se oponga a la deforestación de áreas protegidas, como los indígenas y el MST. Librecambista por naturaleza, terrateniente, impulsor avanzado de acuerdos de libre comercio, tiene todo para ganar con los actuales términos de intercambio y el desmantelamiento material y emocional de cualquier resquicio industrialista del pasado. Las bancadas de la Bala y de la Biblia, por su parte, reflejan la marginación dominante en la sociedad brasileña desde sus orígenes. La Bala representa a los grupos paramilitares que vienen sustituyendo al Estado brasileño en las periferias de las grandes ciudades. Igualmente, la bancada neo-pentecostal, aunque tiene llegada en todos los estratos sociales, atiende mayoritariamente a sectores postergados, en mayor medida trabajadores informales de bajo nivel educativo. Finalmente, el sector financiero es el que saca la mayor tajada de la actual configuración política, sea mediante el control directo de órganos estatales como el Banco Central y el Ministerio de Economía. Por ello no resulta casual su nuevo intento por desmontar la banca estatal y abandonar los pocos instrumentos desarrollistas que aún se encuentran bajo control del Estado.
Para Karl Polanyi (2007) el liberalismo precisaba del Estado para constituir una sociedad regida por la utopía de la auto-regulación del mercado. Bolsonaro parece comprometido en recrear esta utopía pero con Estado desmantelado. Tanto su retórica como sus iniciativas concretas apuntan a un capitalismo de características mafiosas. El gobierno invoca la lealtad de sus seguidores mediante la permanente invención de enemigos internos, el fanatismo religioso y el apelo no disimulado a bandas paramilitares. Más allá de las excentricidades del gobierno, las clases empresariales brasileñas abrazan la completa subordinación del país a la geopolítica de los Estados Unidos y algunos parecen aceptar de buen grado transformar Brasil en un Estado parapolicial.
¿Es previsible un cambio de rumbo? Si hemos de juzgar partiendo de la historia brasileña sobran los motivos para el pesimismo. Los principales cambios del pasado ocurrieron a raíz de acontecimientos ocurridos fuera del país: la invasión de Portugal por Napoleón, la disponibilidad de la banca inglesa por financiar la Independencia, la crisis internacional de los años 1930, la segunda guerra mundial, la crisis de la deuda externa de la década de 1980. Sin guerras mundiales a la vista, grandes crisis internacionales que comprometan el orden comercial y financiero internacional o imprevisibles Revoluciones, todo conduce a pensar que Brasil continuará su senda de fragilización estatal, desarticulación social y sujeción al mandato norteamericano. Pero la historia no necesariamente se repite. Desde 2013 el conflicto de clases se instaló en las calles brasileñas, China pasó a ser el principal socio comercial y el primer inversor del país, el neoliberalismo basado en la exportación de commodities, a diferencia de lo que cabe esperar en economías menores como Chile, Perú, Bolivia o Uruguay, en Brasil no garantiza una acumulación sostenida de capital ni la reproducción de la mayoría de la población. El rumbo económico presente sólo admite dos escenarios: un Estado fallido de consecuencias distópicas o una confrontación social de consecuencias imprevisibles.
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