Las convenciones de desarrollo vigentes en Chile y Bolivia y sus resultados. Un análisis con aplicaciones al drama argentino

Las convenciones de desarrollo vigentes en Chile y Bolivia y sus resultados. Un análisis con aplicaciones al drama argentino

The development conventions in force in Chile and Bolivia and their results. An analysis with applications to the Argentine drama

Leandro Rodríguez; Universidad Nacional de Entre Ríos; Argentina

Gabriel Oscar Weidmann;  Universidad Nacional de Entre Ríos; Argentina 

Fecha de recepción:         11/09/2019                        Fecha de aceptación: 31/03/2020

Resumen

En el presente trabajo recuperamos el concepto de convención de desarrollo elaborado por el economista brasilero Fabio Erber, con el fin de indagar en las bases del desempeño económico de Bolivia y Chile, países que han logrado una tasa de crecimiento relativamente alta en el escenario latinoamericano tras la recesión general de comienzos de siglo. Se trata de contrastar, sobre fuentes secundarias, documentos oficiales y un acervo bibliográfico seleccionado, las convenciones de desarrollo predominantes en ambos casos –fuertemente dicotómicas–, sus logros y limitaciones. Procuramos evitar las clasificaciones reduccionistas, que entienden al caso boliviano como puro neo-populismo demagógico o al chileno sólo en términos de un neoliberalismo recalcitrante. El objeto es proponer una mirada del desenvolvimiento de tales economías que pueda ser útil en la reflexión de los problemas de la Argentina, desde una perspectiva histórico-estructural.

Palabras clave: desarrollo económico, análisis comparado, América latina

Abstract.

In this paper we recover the concept of development convention elaborated by Brazilian economist Fabio Erber, in order to investigate the bases of economic performance of Bolivia and Chile, countries that have achieved a relatively high growth rate in the Latin American scenario after the general recession of the beginning of the century. It is about contrasting, on secondary sources, official documents and a selected bibliographic collection, the predominant development conventions in both cases – strongly dichotomous – their achievements and limitations. We try to avoid the reductionist classifications, which understand the Bolivian case as pure demagogic neo-populism or the Chilean only in terms of a recalcitrant neoliberalism. The purpose is to propose a view of the development of such economies that may be useful in the reflection of Argentina's problems, from a historical-structural perspective.

Keywords: economic development, comparative analysis, Latin America

Clasificación JEL: 

O – Desarrollo Económico, Cambio Tecnológico y Crecimiento

O5 – Estudios Globales de Países


1. Introducción.

Desde el año 2012 la Argentina vive, otra vez, un proceso de deterioro socio-económico, que se ha agudizado en el último bienio. El PBI real per cápita muestra un descenso constante en escalera, con mejoras en períodos electorales, de modo que en 2018 fue un 8% menor al 2011, conforme las estimaciones publicadas por el INDEC (precios constante de 2004). La caída siguió en 2019, para cerrar una nueva década perdida, esta vez en el siglo XXI. La particularidad del caso es que, en el medio, hubo un cambio de gestión de gobierno y de estrategia de crecimiento. El triunfo de la coalición Cambiemos en 2015 cuestionó la matriz estado-céntrica del proyecto kirchnerista, y comenzó a impulsar una vuelta al mercado, con resultados negativos en la mayoría de las variables sociales y económicas[1].

En tal escenario, reaparece en la Argentina un problema harto recurrente: la incapacidad para definir una estrategia de desarrollo estable y duradera. El “péndulo argentino”, señalado por Marcelo Diamand (1984), entre lo que llamaba la “corriente expansionista o popular” y la “corriente liberal u ortodoxa”, con actores y propuestas siempre renovadas, no termina de resolverse[2]. Diamand identificó con supina claridad las causas económicas subyacentes en ambas posturas, obscenamente vigentes, lo que demuestra que, en última ratio, la disputa política en un país periférico termina siendo el centro de la cuestión (Schunk, Riegelhaupt, & Rodríguez, 2014), cuestión que reafirmamos en el examen de los casos aquí abordados. Podemos redefinir este problema, en los términos del destacado economista brasilero Fabio Erber, mediante la idea de que en Argentina no logra imponerse una convención de desarrollo (“convenção de desenvolvimento” –véase el siguiente aparado–) capaz de volverse hegemónica y sostenerse en el largo plazo.

Pues bien, en tales circunstancias, resulta de interés indagar comparativamente en dos experiencias nacionales latinoamericanas asentadas en convenciones de desarrollo bien diferenciadas y opuestas en muchos aspectos, que lograron una buena performance en términos de crecimiento económico en el contexto latinoamericano en lo que va del siglo XXI. Nos referimos a los casos de la Bolivia estatal neo-desarrollista de Evo Morales (2006-2019) y del consolidado “neoliberalismo pragmático” chileno, que hunde sus raíces en el golpe de estado de septiembre de 1973. La elección de estos países se debe a que han emergido en el escenario latinoamericano como dos casos antitéticos referenciales, como ejemplos destacados de éxito económico relativo para quienes defienden con mayor o menor énfasis una postura centrada en el mercado o en el estado de cara al esquivo proceso de desarrollo regional[3]. En los últimos meses, no obstante, los dos países enfrentan conflictos de extrema gravedad, aunque por razones bien distintas: en el caso boliviano, se trata de una crisis político-electoral, que derivó en un golpe de estado; en Chile, al contrario, se advierte un estallido social que parece poner en cuestión la misma convención de desarrollo vigente, sostenida por las elites desde el pinochetismo (Salazar, 2019).

Pues bien, en ese marco, ofrecemos aquí una interpretación de cómo han funcionado los modelos boliviano y chileno, desde una perspectiva histórico-estructural[4]. Para ello, nos proponemos identificar las convenciones de desarrollo que los sustentan y los patrones de crecimiento consecuentes. Utilizamos, a tal efecto, la información disponible, principalmente los informes de CEPAL, los documentos oficiales y un acervo bibliográfico seleccionado. A partir de este análisis, extraemos conclusiones para el caso argentino, que entendemos relevantes. El texto se estructura de la siguiente manera: en primer lugar, definimos el concepto de convención de desarrollo en los términos de Fabio Erber (punto 2), luego examinamos las convenciones de desarrollo en Bolivia y Chile (puntos 3 y 4 respectivamente), posteriormente proponemos una reflexión aplicada al caso argentino (punto 5) y luego desarrollamos una conclusión de conjunto (punto 6).  

Conviene aclarar, como es evidente, que ambos países tienen diferencias notables en sus trayectorias históricas, marcos institucionales, posición geográfica, dotación de recursos, composición de la población, nivel de ingreso y lapso en que ha regido la convención de desarrollo vigente. Sin embargo, como sucede en todos los análisis comparados, lo universal y lo específico conviven en la diversidad de los procesos sociales, por lo cual siempre es valioso examinar estrategias distintas. Al fin y al cabo, los dos casos se han forjado en el ancho molde latinoamericano, y se trata de economías históricamente extractivas en su inserción externa (minería e hidrocarburos). Por lo demás, la categoría utilizada en este trabajo (convención de desarrollo), constituye un recurso metodológicamente válido para pensar los espacios nacionales con sus particularidades.

Finalmente, cabe señalar, tal como anticipamos, que la evidencia demuestra el buen desempeño relativo de Bolivia y Chile en el escenario latinoamericano en materia de crecimiento económico. Tomando los países medianos y grandes según la población (más de 10 millones de habitantes en 2017 – entre los cuales están los casos aquí considerados), encontramos un panorama bien problemático en nuestro subcontinente. El relativo estancamiento mexicano, la recesión de Argentina, Brasil y Ecuador, la debacle venezolana o los dramas humanitarios en Haití son prueba de ello. Bolivia y Chile, sin embargo, han mantenido una tasa de crecimiento positiva, superior a la media latinoamericana, aún en los últimos 7 años (2012-2018), pese al deterioro de los términos de intercambio, que ha afectado muy particularmente al caso boliviano, lo que realza aún más el proceso de este país (Tabla 1). Ello se ha logrado con baja inflación y una nada despreciable reducción de la pobreza[5]. Pareciera que el 2019, amén de los conflictos, también será un año expansivo en materia económica en ambos casos, conforme las previsiones de los organismos internacionales. Claro que Bolivia y Chile no son las únicas economías que han crecido en América latina, pero sin dudas son ejemplos bien relevantes por la naturaleza antagónica de sus convenciones de desarrollo.

Tabla N° 1: crecimiento por habitante y términos de intercambio

Producto Bruto Interno (tasa de crecimiento promedio – %)*

Términos de intercambio (tasa de variación  promedio anual – %)**

Nivel de los términos de intercambio respecto del promedio histórico-%***

2012-2018

Bolivia (Estado Plurinacional de)

4,9

-6,1

-21,4

Chile

2,9

-0,3

36,6

Argentina

0,0

-0,6

30,9

América Latina

1,1

-2,5

20,1

*PBI constante en dólares, precios 2010. **Términos de intercambio de bienes F.O.B.*** Respecto del promedio 1980-2018.

 Fuente: Comisión Económica para América Latina y el Caribe. Estimaciones propias con base en fuentes oficiales[6]

2. El concepto de convención de desarrollo

Conforme la conceptualización del economista brasilero Fabio Erber, en diversos textos (2002, 2008, 2010, 2011), los procesos de desarrollo, entendidos como cambio estructural (no sólo crecimiento), están atravesados por una “incertidumbre sustantiva” (“incerteza substantiva” u ontológica). Para lidiar con esta incertidumbre y coordinar las expectativas, se requieren ciertos marcos institucionales, reglas de juego, en los términos ya clásicos de Douglass North, que Erber toma, capaces de orientar la conducta de los múltiples “actores” económicos y sociales. Tales reglas se estructuran por medio de una determinada convención de desarrollo. Se trata de un “dispositivo cognitivo compartido por una población” (Erber, 2010, pág. 10), una representación metafórica colectiva –emergente–, mediante la cual se define un horizonte deseable (componente teleológico o “tierra prometida”) y las formas de alcanzarlo. Ello comprende la identificación y priorización concreta de los problemas a resolver, el establecimiento de una agenda positiva y negativa de acciones a ejecutar y las ideas sobre los cambios estructurales necesarios. Este conjunto de creencias que constituyen una convención sustenta y orienta la conducta social con la promesa de un mundo mejor. La posibilidad de lidiar con la incertidumbre, entonces, dado el convencimiento que genera una convención de desarrollo, conforma un tema clave por aquello de la racionalidad limitada de los agentes económicos y las fallas acaecidas en los procesos complejos (donde los resultados obtenidos no siempre son los esperados), además de la oposición de intereses propia de la disputa socio-política. Una convención dominante (o, mejor aún, hegemónica) en cierto espacio socio-político, pre-define los cauces por los cuales se orientaran las respuestas a los problemas que se van suscitando en la realidad.

En ese sentido, señala Erber (2008), en las modernas sociedades coexisten diversas convenciones de desarrollo que compiten por el dominio y la hegemonía, expresión de otros tantos intereses e ideologías de los grupos sociales que las sustentan. Dados los términos de la noción de desarrollo, entendido nuevamente como cambio estructural, las convenciones diferirán, justamente, en cuáles son las estructuras susceptibles de transformarse. Por caso, la agenda de “reformas estructurales” del Consenso de Washington versus el cambio de la estructura productiva desarrollista son dos buenos ejemplos de convenciones distintas y opuestas en tales aspectos. La prevalencia de una u otra convención depende, naturalmente, del poder relativo de los grupos que la defienden, de su asociación coherente con una metáfora histórica –interna y externa– que dé cuenta del presente y preanuncie el futuro y, en particular, de la legitimidad lograda mediante la confirmación de los resultados anunciados. Por lo demás, puesto que una convención de desarrollo hegemónica distribuye premios y castigos, no sólo tendrá “creyentes” sino también “oportunistas”, que contribuyen a fortalecerla o debilitarla, según el caso (Erber, 2011).

Toda convención, inspirada en última ratio en fuentes diversas, no exentas de contenido religioso y mítico, se compone de conocimientos codificados y tácitos, siendo la cientificidad de sus postulados el fundamento de las convenciones de desarrollo en las sociedades modernas (sustento teórico de la convención). Ello no deja de ocultar, cabe remarcar, otros tantos contenidos mitológicos bajo el ropaje académico (Erber, 2002). Tales conocimientos propios de una convención, señala Erber en una lógica lakatiana, están estructurados en un núcleo duro (principios axiomáticos, o teoría pura en términos científicos) y un cinturón protector de operacionalización de dichos principios. Además, las convenciones no son estáticas, sino que cambian con el tiempo, evolucionan, recogen la experiencia y las transformaciones sociales, en particular en el cinturón protector.

Erber (2011.a) ejemplifica sus concepciones en base a dos grandes convenciones de desarrollo opuestas, aunque enmarcadas en el régimen capitalista[7]: la desarrollista, asentada en el proceso de industrialización orientada por el estado con el fin de transformar las estructuras productivas conforme el ejemplo de los países ricos, de lo cual se deduce el cambio institucional; y la convención neoliberal, sustentada en el “mito” de la competencia y la meritocracia, en la que el mercado libre y desregulado garantiza la eficiencia en la asignación de los recursos, mientras la inversión en “capital humano” y las políticas focalizadas, permiten resolver el problema de la inclusión social (2002, 2011.a). Siguiendo tales ideas, en su examen del gobierno de Lula da Silva (2003-2011), Erber identifica una convención hegemónica de base neoinstitucionalista (ortodoxa), pero con componentes neodesarrollistas.

Ahora bien, Erber señala que, para ser eficaz, una convención de desarrollo debe expresarse en reglas formales (leyes) y patrones de conducta institucionalizados. De allí que, a la postre, una convención de desarrollo hegemónica (o dominante) se manifiesta en un conjunto más o menos articulado de instituciones que organizan la economía en los diversos terrenos (intervención estatal, regulación laboral, inserción externa, manejo de la competencia, pautas distributivas, política macroeconómica, entre otros). Vale decir, una convención de desarrollo puesta en práctica se plasma en una “estrategia de desarrollo”, presentada como “proyecto nacional” (Erber, 2011a). Podemos definir, entonces, una convención de desarrollo aplicada como cierto “modelo”, que se constituye en su expresión histórica. En consecuencia, siguiendo con alguna libertad los términos esbozados por Erber, entendemos aquí por “modelo” la expresión histórica de una convención de desarrollo prevaleciente durante un período de tiempo en una formación social nacional.

Finalmente, sobre esta base, podemos considerar dos dimensiones fundamentales en la articulación de una convención de desarrollo. 1) Por una parte, la necesidad de un mito social fundante sobre la que se basa, una concepción de la lógica en que responden las sociedades. Por caso, Erber indica que en la presidencia de Lula coexistieron el mito de la sociedad “competitiva y meritocrática” del neoinstitucionalismo ortodoxo, con el mito de la de la sociedad “cooperativa” del neodesarrollismo, tal como lo entendía el gobierno (Erber F. S., 2011b). 2) Por otra parte, el rol del estado y el mercado. En este punto, caben al menos tres aspectos claves: en primer lugar, la responsabilidad de gestionar el excedente (categoría no utilizada por Erber). ¿El estado debe cumplir un papel preponderante en la orientación de los recursos o su asignación corresponde a la iniciativa privada (empresarios)? (estado intervencionista o subsidiario). En todo caso, ¿qué empresarios? –nacionales, extranjeros, cooperativas, PyMES–. En segundo lugar, relacionado con lo anterior, el estado debe impulsar la diversificación productiva (en forma directa y/o indirecta – regulación), o la estructura productiva será la que surja del juego libre de las fuerzas del mercado y las ventajas comparativas; en tercer lugar, ¿deben promoverse políticas redistributivas de vasto alcance o sólo limitarse a políticas focalizadas que tiendan a garantizar condiciones mínimas de inserción social? En los términos de Francois Dubet, ¿Igualdad de posiciones o igualdad de oportunidades? Estas dimensiones estructurantes de una convención de desarrollo se expresan en los discursos de sus mentores y en las propuestas y políticas llevadas a cabo, así como en la forma de responder ante los desafíos de la realidad.

Pues bien, en base a estos criterios, podremos apreciar que Bolivia y Chile ofrecen respuestas bien diferentes a estos temas, pero cada uno presenta particularidades que complejizan las convenciones de desarrollo vigentes en esos países y resultan valiosos para el análisis comparado.

3. El Movimiento al Socialismo (MAS) y la nueva convención de desarrollo boliviana

Bolivia conforma un estado plurinacional, comunitario, democrático y republicano –basado en la división de poderes–, al menos mientras rija la Constitución 2009. El país detenta una superficie de poco menos de un millón cien mil kilómetros cuadrados y una población de 11,3 millones de habitantes, el 30% rural (2018). El área de bosques ocupa más de la mitad del espacio terrestre (particularmente en los llanos), del cual sólo el 23% es agrícola (12% arada)[8]. Es uno de los países latinoamericanos con mayor presencia de pueblos originarios, alrededor del 41% de la población según el Censo 2012 –cifra que ha generado dudas puesto que en el censo anterior, 2001, el 62% de la población se identificaba como indígena– (Banco Mundial, 2017, pág. 24-26; CEPAL, 2014)[9]. Junto a Paraguay, es una de las dos naciones mediterráneas de América latina, habiendo perdido su posibilidad soberana de salida al mar en la llamada “guerra del Pacífico” (1879-1884), justamente a manos de Chile. En rigor, Bolivia cedió la mitad del territorio con el que naciera a la vida soberana (1825), contando casos muy cuestionados como los ocurridos en el gobierno militar de Mariano Melgarejo (1864-1871). El país se destaca, de todos modos, por sus reservas mineras (estaño, hierro, zinc, litio, plata, plomo) e hidrocarburíferas.

En cuanto a su formación histórica, Bolivia arrastra un pasado de pobreza extrema y desigualdad, marcado por la discriminación, explotación y/o marginación de las mayorías indígenas (Klein, 2011; Velásquez-Castellanos, 2017; García Linera, 2015; Ansaldi & Giordano, 2012). Es uno de los países latinoamericanos caracterizados por CEPAL (2012) como de “Heterogeneidad Estructural Severa” (HES), aunque se han logrado transformaciones relevantes en la última década, con el avance de los sectores medios[10].

Luego de consumada la independencia en 1825, y tras la desarticulación de la confederación Peruano-Boliviana (1839) –con la decisiva intervención chilena–, la inestabilidad política del “caudillismo” subsiguiente, el resurgimiento de la minería de plata y el impulso de las posturas liberales, junto con la guerra del Pacífico, logran imponer un régimen oligárquico (1880), expresión de intereses mineros, comerciales y hacendales. La riqueza exportadora boliviana basada en la minería fue manejada por una minoría propietaria, que pasó de los “patriarcas de la plata”, con su expansión en la segunda mitad del siglo XIX –en especial a partir de 1880 –, a los “barones del estaño”, desde inicios del siglo XX, expresado en apenas tres nombres, Simón Patiño, Carlos Víctor Aramayo y Mauricio Hochschild, con la presencia excluyente del primero. La dominación oligárquica, por lo demás, consolidó el avance contra las comunidades indígenas, la desarticulación de sus formas de vida y la apropiación hacendal de brazos y tierras (Klein, 2011, pág. 167)[11].

De esa forma, Bolivia forjó su vida independiente sobre la base de una ciudadanía elitista, excluyente y discriminatoria, marcada por una “feroz negación del mundo indígena” (García Linera, 2015, pág. 178). Todavía en las elecciones de 1951, apenas 126 mil personas emitieron su voto, el 5,4% de los habitantes adultos. En esos años, Bolivia era un país rural y agrícola, con la mayoría de la población al margen de la economía nacional (Klein, 2011, págs. 198, 235-236), ligada en buena parte al régimen latifundista explotador de trabajo semi-servil (pongueaje), asentado en la concentración de la propiedad de la tierra (Klein, 2011).

La derrota frente al Paraguay en la guerra del Chaco (1932-1935), desató la crisis del régimen oligárquico y consolidó el nacionalismo boliviano, que habría de expresarse finalmente, con diversos precedentes, en la revolución de 1952, liderada por el Movimiento Revolucionario Nacional (MNR). La revolución de 1952 fue un quiebre para el país: eliminó definitivamente el pongueaje (abolido formalmente en 1945), sancionó el voto universal, nacionalizó la minería, promovió la diversificación (agroindustria y explotación hidrocarburífera), estimuló las obras públicas y la educación, favoreció la sindicalización e impulsó el desarrollo del oriente boliviano (“marcha hacia el oriente”). Quizás lo más destacado de la revolución sea la reforma agraria (1953), que disolvió el “[i]neficiente, improductivo e injusto” régimen hacendal anterior (Klein, 2011, pág. 237). Se trató, de todas formas, de una revolución nacionalista que no cuestionó la vigencia del capitalismo. De hecho, los gobiernos revolucionarios terminaron logrando el apoyo norteamericano, incluso con una asistencia material nada despreciable, por valor superior los 100 millones de dólares o más según algunas estimaciones (Klein, 2011, pág. 244; Ansaldi & Giordano, 2012, pág. 280/281).

Más allá de los avatares y limitaciones de la revolución, cuyos gobiernos habrían de finalizar en 1964, fue un momento refundacional para Bolivia. Su modelo nacional-desarrollista, con dificultades y retrocesos, habría de durar hasta la crisis de deuda en los 80’, pese a la inestabilidad política y a la extensa dictadura de Hugo Banzer (1971-1978)[12]. En esos años la economía se organizó desde el estado, con una presencia relevante de los sindicatos en la escena socio-política y un amplio uso de instrumentos típicos de intervención, como control de cambios, precios y tasas de interés, asignación del crédito, altos aranceles, así como el manejo estatal directo de un conjunto de empresas. Las firmas estatales representaban cerca del 30% del PIB en 1975, según Yañez (Velazquez-Castellano comp., 2017, pág. 195). Se trata, por supuesto, de un precedente directo de la convención de desarrollo boliviana propiciada por el MAS (Movimiento al Socialismo).

Con la debacle del régimen fordista-keynesiano en el capitalismo central y la “trampa” del endeudamiento externo en América latina, la estrategia intervencionista enfrentó crecientes dificultades. La recuperación democrática en 1982, año en que asume finalmente Siles Zuazo, no logró recomponer la delicada situación económica del momento, marcada además por la caída de la producción minera y las dificultades fiscales. La economía boliviana se sumió en una profunda crisis, expresada en recesión e hiperinflación, lo que llevó al acortamiento del mandato presidencial. En 1985 vuelve al poder Víctor Paz Estenssoro, que inicia la “democracia pactada”, pero esta vez como reformador neoliberal. Los sucesivos gobiernos de entonces, en especial Sánchez de Losada (1993-1997/2002-2003), impulsan programas típicos de reformas estructurales (privatizaciones, “capitalizaciones”, desregulación, apertura y liberalización). El neoliberalismo boliviano, de todos modos, tendrá su debacle a comienzos del presente siglo, tras sendos conflictos sociales como las conocidas “guerra del agua” y “guerra del gas”, lo que dará lugar al cuestionamiento de la convención neoliberal de desarrollo, que culminará con el cambio de gobierno y la llegada de Evo Morales al poder político en 2006.

El triunfo del MAS y su decidida estrategia de intervención estatal, instala entonces una nueva convención de desarrollo en Bolivia: el “Modelo Económico Social Comunitario Productivo” (MESCP), según la definición del Gobierno (DGPGB, 2018). Economistas bolivianos, críticos de la gestión, definen el modelo como “neo-estatista” o incluso “neo-populista” (Velásquez-Castellanos comp., 2017), mientras las posturas ultraliberales al estilo de Mario Vargas Llosa, lo han denostado con el rótulo de “populismo demagógico” (Nota Diario La Nación, 7/03/2016). La construcción discursiva de la nueva convención se asentó desde su origen en la crítica al “colonialismo neoliberal” boliviano, al que acusó de economicista, individualista, concentrador, excluyente, autoritario y discriminador (Plan Nacional de Desarrollo -PND-, 2006-2011, aprobado por Decreto Supremo 29.272/07 –en el que también se cuestiona la crisis de la acumulación capitalista–). Frente a ello, el gobierno planteó la necesidad de reconocer el carácter multiétnico y pluricultural del país, construir una estrategia del “Vivir Bien” (Suma Qamaña en aymara), en una convivencia comunitaria, integradora e inclusiva (PND, Decreto Supremo 29.272/07). Se trata de la construcción –por demás contradictoria– del “socialismo comunitario” como horizonte de sentido, tema que persistió en los 14 años de gestión (Evo Morales Ayma, Agenda del Bicentenario, 2019).

En fin, la debacle del neoliberalismo boliviano de inicios de siglo XXI, en una sociedad sindicalizada y movilizada, y el escenario latinoamericano de entonces favorable al progresismo, posibilitaron el cambio de la convención de desarrollo imperante en la Bolivia de aquellos años. Los rápidos avances logrados por el MAS permitieron consolidar la nueva convención, pese a la encarnizada resistencia de los prefectos de la “media luna” (departamentos de Pando, Beni, Santa Cruz y Tarija) -2007/2008-. El “Golpismo Cívico-Prefectural”, como le llamó García Linera, finalmente fue diluido con la victoria de Evo Morales en el referéndum revocatorio de 2008.

En el terreno económico, el MAS propuso un ambicioso programa de crecimiento, diversificación productiva y distribución del ingreso, con base en la acción directa del sector público (PND, Decreto Supremo 29.272/2007). En última instancia, se trata de la apropiación estatal del excedente generado por la explotación de recursos naturales (minería, hidrocarburos, electricidad y otros), y su redistribución para impulsar la diversificación productiva y la integración social (DGPGB, 2018; Decreto Supremo 29.272/2007). Con este fin, el Gobierno de Evo Morales incrementó la participación del estado en la renta hidrocarburífera (D.S. N°28.701, de Nacionalización de los Hidrocarburos, concreción de la Ley 3058/2005), estatizó diversas actividades (Empresa Minera Huanuni, Complejo Metalúrgico de Vinto, estaño Posokoni, telecomunicaciones –ENTEL–, sistema energético o SABSA –aeropuertos–), creó nuevas empresas estatales (Empresa Boliviana de Industrialización de Hidrocarburos -EBIH-, Boliviana de Aviación, Yacimientos de Litio Bolivianos, …). Realizó esfuerzos de industrialización, como la significativa planta de urea y amoníaco ubicada en Bulo Bulo, que desde 2018 exporta a Brasil y Argentina; la producción de Tuberías y Accesorios de Polietileno mediante EBIH; la estrategia de valorización del litio, además de las fábricas productivas, gran parte nucleada en SEDEM –red de empresas productivas (lácteos, cartón, aceite, granos)–. En conjunto, el gasto de las firmas públicas pasó de representar el 4,2% de las erogaciones estatales en 2005 al 38,7% en 2017 (DGPGB, 2018, pág. 80), en un presupuesto consolidado que se multiplicó por 5 en ese lapso. Como se aprecia, se trata de un cambio estructural de enorme magnitud. En estos casos, por supuesto, aparece el problema de la gestión empresarial y la viabilidad económica de los proyectos (eficacia y eficiencia). El gobierno mantuvo, al menos en el plano discursivo, el criterio de la rentabilidad como regla: las firmas deben auto-sustentarse y aportar al desarrollo boliviano. Ello se ha verificado en las mayores empresas, no obstante hay críticas sobre diversos emprendimientos deficitarios, retrasos en las inversiones y firmas que debieron cerrar (textil, correo, naviera) (CEDLA, 2018)[13].

En el ámbito monetario y financiero, el gobierno “bolivianizó” el sistema de depósitos y créditos –virtualmente dolarizado hacia 2005–, con encajes diferenciales para monedas extranjeras y la aplicación del Impuesto a las Transacciones Financieras sólo a las operaciones con divisas; integró el banco central a los objetivos dictados por el poder ejecutivo (Constitución de 2009). De hecho, el propio Banco Central de Bolivia (BCB) financia con créditos promocionales grandes proyectos de empresas públicas estratégicas, los cuales representaban el 29% de su activo en 2018 (Informes de Política Monetaria, 2019)[14]. El estado reguló además la orientación y el costo del crédito para viviendas y actividades productivas. El crecimiento de la monetización en Bolivia resulta realmente sorprendente. La masa monetaria (M2) en bolivianos, pasó del 12% del PBI en 2005 al 70% en 2018. La política monetaria, con variaciones, se tornó francamente expansiva desde mediados de 2014, caracterizada por tasas de referencia bajas y aumento real del crédito. En tal escenario, la apertura selectiva de las importaciones, la expansión de la producción interna (inversión) y la estabilidad cambiaria (incluso atraso real), así como las políticas de precios y regulaciones, fueron decisivas para mantener a raya la inflación. La emisión fue absorbida por una mayor demanda de dinero local (producto del ahorro en bolivianos y del crecimiento económico), por lo que no se tradujo a precios. Todo ello a pesar del aumento del gasto público consolidado.

En política comercial, Bolivia incrementó los aranceles a ciertos productos (tabaco, textiles, muebles, vestuario, bebidas alcohólicas), estableció la administración de precios -pan, transporte, combustibles y servicios básicos-, con controles hacia las exportaciones (certificado de abastecimiento interno en productos sensibles), y procuró combatir el contrabando –tema de larga data en el país–. De todas formas, Bolivia sostuvo una política de apertura –aunque selectiva– de las importaciones, cuya participación promedio superó el 30% del PBI en todo el período, en base a un tipo de cambio estable, que se fue apreciando con el tiempo. Mantuvo, asimismo, el acceso a los mercados de deuda externa y al ingreso de capitales foráneos. De hecho, los débitos por rentas de la inversión extranjera crecieron de manera significativa en valor absoluto, aunque rondaron 14% de las exportaciones por bienes y servicios (9 puntos porcentuales menos que en Chile)[15].

En materia productiva y social, Bolivia impulsó un vasto programa de inversión pública, financiada en su mayoría con recursos propios, aunque apelando crecientemente al endeudamiento (DGPGB, 2018, CEPAL, 2019). La inversión llegó a un quinto del producto (2014/2018), con un coeficiente promedio del 18,6% en todo el período de gestión, relativamente elevado en el escenario boliviano. El sector privado incrementó la formación de capital en términos absolutos, de la mano de una política de créditos regulados muy expansiva en el caso de actividades productivas, pero su participación se redujo tanto en el total invertido como en porcentaje del producto[16]. En conjunto, la acumulación de capital fijo creció a una tasa superior el 9% anual en términos constantes (2005-2018), la más alta de América latina, con baja volatilidad: la tasa de crecimiento de la inversión fija más que duplicó a la tasa de expansión del consumo privado, al tiempo que las importaciones de bienes de capital excedieron a las de consumo en un 27% promedio en el período[17].

El estado asumió también una activa política de promoción de la educación básica, la salud y la inclusión social (Bono Juancito Pinto, Renta Universal de Vejez, Bono Juana Azurduy, …), que comprende asimismo un tema tan sensible como la distribución de tierras (Ansaldi & Giordano, 2012, pág. 651). Se regularizaron parcelas y se adjudicaron tierras públicas principalmente en propiedad colectiva para comunidades indígenas-campesinas del oriente boliviano, sin bien no se afectó el derecho de propiedad privada. Asimismo, la concepción redistributiva del Gobierno se expresa cabalmente en la instauración del llamado “segundo aguinaldo”, que se paga si la economía crece más del 4,5%, así como en los aumentos del salario mínimo (aunque los trabajadores alcanzados –formales– son minoría).

En tal escenario, como es lógico, aumentó el peso estatal en la economía. El presupuesto de gastos consolidados administrado por el estado –empresas públicas, gobierno central y entidades territoriales– rondó el 76% del PBI en promedio durante toda la etapa (DGPGB, 2018, pág. 79; Informe Presupuesto 2018) y, de hecho, el manejo estatal de la formación de capital alcanzó el 65% del total invertido hacia 2017, contra el 35% privado, tema que, como es natural, llamó la atención del FMI (IMF Country Report No. 18/XX, 2018, pág. 17). Sólo con la mayor participación en la renta hidrocarburífera, el Estado boliviano obtuvo unos 2.900 millones de dólares por año (promedio 2006-2018) (Morales Ayma, 2019, pág. 9).

Por otra parte, el Gobierno adoptó un camino de estabilidad macroeconómica (Loza Tellería, 2019). Mantuvo una política fiscal y monetaria prudente durante el período de auge de los precios hidrocarburíferos y mineros, con importantes superávits estatales y acumulación de reservas. Aplicó además una política de estabilidad cambiaria como ancla de precios (fijó el tipo de cambio), lo cual ha producido una revaluación del boliviano, ligada al fortalecimiento del proceso de desdolarización. En conjunto, estas medidas posibilitaron sortear exitosamente los shocks externos, como la crisis 2009 y la caída de precios de los commodities desde 2012. En virtud de la acumulación de reservas en el período de bonanza, junto a la recuperación de la política monetaria (desdolarización), el gobierno pudo aplicar medidas fiscales y monetarias expansivas cuando la situación global de los precios cambió de signo. En virtud de ello, se incurrió en déficit financieros estatales significativos en el último quinquenio. Sin embargo, el resultado económico del estado (ingresos corrientes menos gastos corrientes -ahorro-), se ha sostenido en niveles altos y positivos, lo que permitió financiar casi 2/3 de la inversión pública con recursos propios (2015-2017) (Cepal, 2019).

En términos económicos entonces, el sesgo estatal en la orientación del excedente, la masiva inversión pública, el impulso a la diversificación productiva y las políticas de regulación y redistribución, combinadas con cierto orden macroeconómico, configuran claramente una forma de neo-desarrollismo estatal como convención de desarrollo en Bolivia, con elementos del neoestructuralismo cepalino[18]. Esta caracterización coincide, en parte, con la propuesta por Fernando Calderón (2015), que denomina al proyecto de Morales como “neodesarrollismo comunitario”, expresión del mix entre expectativas y realidad en el proceso socio-económico de ese país. Como fuere, es claro que la construcción del MESCP en oposición explícita al neoliberalismo, en un discurso histórico especialmente crítico de los años 1985-2005, reafirman esta nueva convención liderada por el Gobierno boliviano. Si bien la convención de desarrollo, hasta ahora, se mantuvo anclada al gobierno de Evo Morales Ayma, pareció crear cierto consenso, a tal punto que, antes de la crisis política, el principal candidato de la oposición para las presidenciales, el periodista e historiador Carlos Mesa, declaró en reiteradas oportunidades que no pensaba privatizar las empresas públicas y no creía en el modelo neoliberal, reconociendo además la tradición comunitaria boliviana, sin perjuicio de un mayor énfasis en el sector privado[19]. Ello, por supuesto, no obsta que luego se proceda de otra manera en el ejercicio de una eventual gestión.

Los resultados del “modelo”, como expresión fáctica de la convención neo-desarrollista estatal, no son para nada despreciables dadas las condiciones bolivianas (Cepal, 2015, 2019a, 2019b): entre 2005 y 2018 se aprecia un crecimiento sostenido (3,1% promedio anual por habitante) –que seguirá en 2019–, mejoras en la productividad global, reducción del desempleo (del 8% promedio 2002/05 al 4,8% promedio 2015/18, con una tasa de participación laboral creciente), disminución de la desigualdad (16pp del Gini) y caída significativa de la pobreza extrema (23pp), con tasas de inflación controladas (5,4% anual promedio del IPC, francamente declinante desde 2013, con una tasa de 2,7% y 1,5% en 2017 y 2018 respectivamente) y endeudamiento externo en niveles más que razonables (un cuarto del PBI, con un stock de deuda apenas un 20% mayor a las reservas y las exportaciones – 2018), aunque crecientes[20]. Se incrementó, asimismo, el peso de los estratos de ingresos medios, al tiempo que han emergido burguesías cholas y cunumis (Toranzo Roca, 2018), que quizás puedan generar efectos dinamizadores. El movimiento cooperativo muestra una expansión considerable durante el gobierno del MAS. Para algunos organismos, incluso, el desempeño económico de Bolivia resultó verdaderamente sorprendente. El FMI, por ejemplo, subestimó la tasa de crecimiento proyectada de Bolivia en 11 de los 13 años del período (2006-2018), mientras que en el caso de Chile, por el contrario, el citado organismo subestimó la tasa de crecimiento sólo en 4 años de los 13 años –en rigor en Chile tendió a sobreestimarla– (proyecciones a octubre de cada año – FMI).

Sin embargo, el MESCP evidencia cuentas pendientes en materia económica. No se aprecia una tendencia marcada hacia la diversificación productiva expresada en las exportaciones, aunque se logró aumentar la producción agropecuaria (soja, maíz, papa, leche, carne aviar) y las propuestas de industrialización de los recursos naturales empezaron a dar resultados. Al respecto, debe tomarse en consideración que las plantas de gran escala tienen plazos de maduración muy lentos (seis años en el caso de la urea). De todos modos, en 2018 los hidrocarburos y minerales mantenían el mismo peso en la estructura de las exportaciones que en 2005, en un escenario de caída del valor exportado, a tono con la preocupante merma de la producción de gas. Además, en los últimos años el déficit fiscal ha sido muy elevado, si bien debido a la inversión pública; mientras el déficit de la cuenta corriente del balance de pagos se ha mantenido alto, con una disminución preocupante de las reservas internacionales. Existen, asimismo, cuestionamientos sobre la eficacia de las inversiones públicas, quizás el talón de Aquiles del modelo boliviano (Morales Anaya, 2017) –junto a los resonados casos de corrupción– y las dificultades provocadas por la revaluación cambiaria afectan la producción de bienes transables que no apropian renta, como las manufacturas. Además, la reducción de la pobreza se ha estancado en los últimos años en niveles muy altos (entorno al 35%, CEPAL, 2019a, pág. 83). En última instancia, el problema estructural del MESCP estriba en su excesiva dependencia del excedente hidrocarburífero y minero, como ha sido en toda la historia boliviana. De allí que la sustentabilidad del “modelo”, amén de la cuestión política, se jugaba en la calidad de las inversiones estatales.

Finalmente, en materia socio-técnica, las condiciones de pobreza estructural de Bolivia, país donde el analfabetismo superaba los dos dígitos en los comienzos del siglo (el cual se redujo a menos del 5% según la UNESCO), hacen en extremo difícil la creación de un sistema nacional de innovación que se transforme en el motor del desarrollo. Los indicadores de innovación en Bolivia muestran brechas muy altas, cuya superación sólo es posible en plazos largos[21]. El Gobierno reconoció la necesidad de impulsar las estrategias de investigación, desarrollo e innovación (I+D+i), y ha definido a la localidad de Cochabamba como eje de la misma, pero la creación de masa crítica en esa línea requiere de mucho tiempo y esfuerzo.

Considerando el breve marco reseñado, es claro y evidente que la salida de Evo Morales del poder no se debió a causas económicas, sino estrictamente políticas. De hecho, los mismos adversarios electorales defendían discursivamente lo sustancial del modelo boliviano. La razón de la caída hay que buscarla, entonces, en errores políticos del MAS, en particular no acatar el referéndum para la reforma constitucional (2016), y el poco claro proceso electoral por el cual se declaró la reelección de Morales (2019); ello por supuesto con el trasfondo del rechazo -histórico- clasista y racista de ciertos sectores medios y empresariales sobre la población indígena e incluso los mestizos pobres, en particular en la región sur-oriental. Luego, la policía y el ejército operaron en su rol golpista clásico, hecha la salvedad de que no asumieron el poder en forma directa[22].  

4. La convención neoliberal de desarrollo en Chile: un golpe de larga duración

En el caso de Chile, se trata de un país urbano, de constitución republicana y unitaria, con poco menos de 19 millones de habitantes, que pueblan una superficie de 756.700 km2, ubicada de norte a sur en un extenso litoral marítimo. Un cuarto son bosques, un quinto tierras agrícolas (8% aradas), y el resto zonas áridas o semiáridas. Es un país de grandes riquezas minerales, condición que ha marcado su historia de vida independiente. A diferencia de otros países –como la Argentina–, tras la revolución independentista, Chile consolidó con relativa rapidez el estado nacional y logró estabilidad institucional (no sin conflictos), marcada por un fuerte centralismo con sede en Santiago (Ansaldi & Giordano, 2012; Salazar & Pinto, 2002). La economía chilena, emergida de la colonia con una “vocación exportadora” (Salazar & Pinto, 2002), tuvo un primer ciclo expansivo en 1840-1870, mediante ventas externas de plata, cobre, trigo y harina, que comenzaron a declinar hacia la década de 1870. Con la victoria en la guerra del pacífico, las exportaciones salitreras ganan importancia y posibilitan un verdadero auge exportador (mono-productor), muy superior al ciclo previo, que impactó sobre los ingresos públicos, la infraestructura y el crecimiento estatal. El ocaso de la “república salitrera” entre la primera guerra mundial y la gran depresión de los años 30’ del siglo XX, consolida los procesos de desarrollo orientados por el estado, muy a tono con la época. La creación de la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO) en 1939 marca un hito en esta línea. El impulso proteccionista, intervencionista e industrializador se va a prolongar hasta inicios de los 70’, con el gobierno de Salvador Allende como máxima expresión (1970-1973). La gestión de Allende puso en cuestión la propiedad privada de los medios de producción, y provocó una fuerte reacción nacional –e internacional–, ampliamente conocida y documentada (Ansaldi & Giordano, 2012). El golpe de estado de septiembre de 1973 concluyó abruptamente con esa experiencia e inició el camino del “modelo” chileno, basado en una convención neoliberal del desarrollo. La imposición de la convención de desarrollo chilena, entonces, al contrario del caso boliviano, se hizo a sangre y fuego bajo la dictadura pinochetista (Atria, Larraín, Benavente, Couso, & Joigant, 2013), en el contexto de las dictaduras institucionales de seguridad nacional en América latina. Si bien en los comienzos el nuevo gobierno fue errático en su política económica –salvo en el ajuste fiscal–, ocurrió que, junto con la caída abrupta del PBI en 1975, se instala el “neoliberalismo puro” (French-Davis, 2003), de la mano de los llamados “chicago boys”. Un grupo de discípulos de las ideas de Milton Friedman, que se habían formado en la Universidad de Chicago en convenio con la Universidad Católica de Chile. Este grupo elaboró el “ladrillo”, una propuesta escrita de implantación de las recetas neoliberales. Rápidamente se aplicó una estrategia de liberalización financiera, desregulación, apertura comercial, privatizaciones, “devoluciones” de activos y ajuste fiscal (con masivos despidos estatales) (Salazar & Pinto, 2002; French-Davis, 2003). La economía se recuperó de la recesión de 1975, alcanzando su punto máximo en 1981, para hundirse luego con la crisis de deuda en América latina (1982/83). Chile sufrió el shock externo más que el resto de las economías latinoamericanas, hubo una debacle de bancos y entidades financieras, que obligó al gobierno a intervenir buena parte de los mismos (16 entidades, entre ellas los dos mayores bancos). Luego de unos años de reajuste, con devaluación, déficit público (1983-85) y subas de aranceles, se retorna la senda pro mercado, en una versión que se ha llamado “neoliberalismo pragmático” (French-Davis, 2003). El gobierno profundizó la regulación del sistema financiero, indujo bajas en las tasas de interés, creó una importante política de apoyo a las exportaciones (reintegros), mantuvo alto el tipo de cambio (régimen de crawling peg) y sostuvo la suba de aranceles (el arancel promedió fue del 20% 1984-89, frente al 10% 1979-82 – French-Davis, 2003, pág. 277), todo lo cual, con la caída de los salarios reales (junto a la baja del gasto público social en salud y educación) y un alto desempleo (llegó hasta un 19% en 1983), mejoró las condiciones de rentabilidad interna de los bienes transables y los saldos exportables. Las reprivatizaciones, seguros de cambio y conversiones deuda-capital (entrega de activos a cambio de títulos de deuda), fueron verdaderos subsidios al sector privado empresarial, que favorecieron la recuperación económica, pero con un sesgo notoriamente regresivo (French-Davis, 2003). La economía pinochetista, por lo tanto, vivió dos grandes recesiones (75/76 – 82/83), por lo cual los años de expansión durante la dictadura tuvieron mucho que ver con la recuperación de la caída. Eso sí, cada vez de forma más concentrada y excluyente. Sin embargo, la economía mostró tasas muy altas de crecimiento en 1988-89, de la mano también de la mejora en los precios del cobre, lo cual ayudó a consolidar la convención económica neoliberal frente al retorno de la democracia.

Como saldo estructural, la gestión de Pinochet logró imponer una convención de desarrollo privatista, basada en el lucro empresarial y en la asignación de recursos por el mercado, extendida a las más variadas actividades. Los defensores de esta convención la reconocen y defienden plenamente (Rosende, 2015, 2008; Rojas, 2014; Lüders, 2012). Tras el régimen militar, señala Mauricio Rojas –Senior Fellow de la Fundación para el Progreso de Chile-, la “eficiencia se convirtió en el santo y seña de un debate muy aterrizado” (Rojas, 2014, pág. 67). La economía chilena, de hecho, ocupa el lugar N° 18 en 180 países, en el Índice de Libertad Económica elaborado por The Heritage Foundation (2019). Según la crítica de Atria y otros, sin embargo, Chile excedió los límites de una ortodoxia razonable y aplicó una especie de neoliberalismo extremo, con la lógica de convertir en privados los problemas públicos (2013, pág. 23). Tales autores indican tres pilares del modelo chileno: la estabilidad macroeconómica, la apertura externa y la no intervención estatal (Atria, Larraín, Benavente, Couso, & Joigant, 2013). El éxito del neoliberalismo chileno, en cuanto alcanzó una convención hegemónica de desarrollo en las elites, ha sido integrar los tres pilares como un solo modelo inescindible, cuando en rigor la estabilidad macroeconómica y la apertura externa pueden convivir coherentemente con formas de intervención estatal activas en diversas áreas (como muestra la propia experiencia de Chile, que los autores citados señalan)[23]. En definitiva, lo cierto es que la dictadura instauró las bases de la convención neoliberal de desarrollo hegemónica en las élites chilenas, marcada por la desconfianza en la intervención estatal directa (y en las actividades sindicales), y una fe en el mercado como garante de la eficiencia y el crecimiento. Con        vención que quedó plasmada constitucionalmente (1980) de modo de garantizar su continuidad, mediante un régimen electoral (llamado “binomial” –derogado recién en 2015–), que favorecía la capacidad de veto de los partidos conservadores, y exigía mayorías especiales para ciertas reformas.

En tal contexto, en Chile no sólo se privatizaron las empresas públicas, con algunas excepciones, en particular CODELCO, que de todas maneras fue perdiendo participación en la producción de cobre con el tiempo (en la actualidad controla alrededor de un tercio de la producción chilena), sino también se llegó a privatizar el régimen jubilatorio (creación de las AFP), la construcción de viviendas, el manejo de las cárceles e incluso el sistema educativo, que adquirió un sesgo de mercado: el Estado subsidia la demanda, de manera que las instituciones compiten entre sí para atraer alumnos, mientras mantiene Universidades Públicas aranceladas[24].

Con la recuperación de la democracia -1990- (tutelada al principio), se propone una reforma impositiva y laboral, y se instala el control de capitales especulativos y la política de bandas cambiarias, que durará hasta fines de los 90’, aunque con criterios de aplicación menos rigurosos (French-Davis, 2003). A partir de inicios del presente siglo, se adopta el esquema de metas de inflación, con tipo de cambio flotante y apertura financiera, lo que no permitió mantener un tipo de cambio acorde a las necesidades de diversificación (Ordóñez & Silva, 2019). Chile sostiene un presupuesto cíclicamente equilibrado (balance estructural), mientras que en los últimos años ha mantenido, en general, una política monetaria expansiva, con una tasa de referencia relativamente baja desde 2012.

La democracia trajo también un aumento del gasto social (educación, salud, asistencia y vivienda), aunque siempre como políticas focalizadas y ejecutadas con criterios de mercado. El gasto social representa en los últimos años poco menos del 70% del presupuesto total del gobierno central. Las reformas de Bachelet en su última gestión (2014-2018), ampliaron las medidas de contención de sectores más vulnerables (reforma impositiva, laboral y financiamiento educativo). No es un aspecto menor. Al fin y al cabo, Chile es uno de los países latinoamericanos que mayores recursos públicos destina a las políticas sociales en términos per cápita y en porcentaje del PBI (CEPAL, 2019). Este esfuerzo público para atender a los estratos más postergados, lleva a que en algunos casos el modelo chileno se califique de “economía social de mercado”, en una -forzada- alusión al caso alemán. Ahora bien, el esfuerzo fiscal también puede verse como parte de la estrategia de regulación del conflicto: tras el terror pinochetista, la democracia neoliberal chilena logró imponer mecanismos de disciplinamiento social muy efectivos, donde los movimientos populares fueron institucionalmente “digeridos” –para usar la ilustrativa metáfora de Guerrero Antequera (2008)–, mediante una elite política que fue capaz de construir hegemonía respecto de “lo válido, lo permisible y lo normal” (2008, pág. 274). Ello hizo posible el patrón de crecimiento altamente concentrador, con poca resistencia social. En el ámbito laboral, luego de las reformas de Pinochet en 1979 (que lograron, entre otras cosas, descentralizar la negociación -llevarla al nivel empresa- y hacer menos efectivo el derecho de huelga permitiendo el reemplazo de trabajadores), la tasa de sindicalización se mantuvo baja, en torno al 14% (1991-2014), mientras la tasa de cobertura de la negociación colectiva alcanzó al 8-10% de los asalariados (compárese con el 60% de cobertura en Argentina), habiendo aumentado la incorporación de trabajadores en convenios colectivos que carecen de derecho de huelga fuera del mismo (Durán Sanhueza, D, & Kremerman Strajilevich, M, 2015). Con la reforma laboral de Bachelet (2016) –duramente cuestionada por Piñera–, se prohibió reemplazar trabajadores en las huelgas y se otorgaron beneficios a diversos sectores (comercio y trabajo en casas particulares). Asimismo, a partir de 2015, la tasa de sindicalización creció significativamente.

Pero además del esfuerzo fiscal en política de control social, el Estado chileno ha impulsado una diversidad de actividades productivas con organismos públicos como la CORFO (Fomento de la Producción), la Fundación Chile (innovación y desarrollo), el INDAP (sector agropecuario), la agencia Pro-Chile (promoción de exportaciones), el Servicio de Cooperación Técnica (Sercotec), para nombrar sólo algunas. Mantuvo asimismo el control de CODELCO –si bien con pérdida de participación en la producción total–, el sistema de puertos públicos y el Banco del Estado –relevante en el financiamiento MiPyME–, entre otras empresas, así como una política de subsidio de la energía que insume un 3% del producto. Ello pone de manifiesto que el modelo chileno convive perfectamente con instrumentos gubernamentales de intervención directa.

Los resultados en materia de crecimiento terminaron por legitimar la convención de desarrollo chilena, por lo cual se tornó hegemónica en las elites políticas y económicas, habiéndose consolidado en los gobiernos democráticos (más de 40 años de vigencia). Los economistas ortodoxos resaltan la continuidad de las bases de la expansión (Rosende, 2015): liberalización comercial (bajo arancel efectivo –apenas 0,86% en 2017–, con múltiples acuerdos de comercio libre y un peso significativo de las importaciones -entorno al 30% del PBI-), apertura financiera, promoción de la competencia y la iniciativa privada, asignación de los recursos por el mercado (los empresarios manejan el 85% de la formación de capital y parte de la inversión estatal sigue criterios de rentabilidad financiera), estado subsidiario (atender las fallas de mercado, siempre que el costo de la intervención no supere el beneficio), gestión tecnocrática del estado, solidez fiscal y estabilidad del marco institucional (seguridad jurídica). Chile ha constituido fondos fiscales de reservas muy significativos, con vistas a la atención de ciertas problemáticas (Fondo de Estabilización Económica y Social y Fondo de Reserva de Pensiones).

En términos de resultados, en rigor, la economía chilena exhibe datos destacados, según los informes de CEPAL (2000, 2019a, 2019b). Mantuvo una tasa de crecimiento más alta que el promedio latinoamericano en los últimos 30 años, con un período de expansión oriental desde 1984 a 1998 (Ordóñez & Silva, 2019), que se ralentizó posteriormente. El crecimiento superó la media latinoamericana también en el lapso 2006-2018 (2,3% promedio por habitante), con baja inflación (en torno al 3%), reducción significativa de la pobreza (-21pp entre 2006 y 2017), cuentas públicas ordenadas, una tasa de acumulación elevada en el escenario latinoamericano (23% promedio en la etapa considerada, 90% privada) y poco peso de la deuda estatal. Se logró cierta diversificación de la estructura productiva, con actividades integradas internacionalmente –junto con la minería–, como la celulosa, salmonicultura, vinos, frutas y retail. Chile es parte de la OCDE, cuenta con el PBI por habitante más alto de América latina (en PPA), así como el mejor índice de desarrollo humano y el mejor índice de competitividad (Forum Global Index, 2018) del subcontinente, y ha logrado mantener el desempleo abierto por debajo del 8%[25]. Chile se ha convertido, incluso, en receptor de inmigrantes[26].

Sin embargo, el modelo derivado de la convención neoliberal de desarrollo presenta también fuertes interrogantes y limitaciones. La productividad se ha estancado en términos relativos en la última década (Ordóñez & Silva, 2019), con rendimientos decrecientes en recursos naturales[27]. Asimismo, tras más de cuarenta años de vigencia en sus líneas fundamentales (1975-2019), la diversificación industrial exportadora brilla por su ausencia. El cobre y sus derivados explican aún la mitad de las exportaciones –cuya participación corriente en cada etapa está significativamente definida por los precios externos–, con el agravante, según algunos autores, de que se vende con menos valor agregado (Palma, 2010, 2016, Cepal). La información de Cepal muestra que en 1973 el 88% del cobre se exportaba refinado, mientras en 2018 sólo el 48,5% se exporta refinado (Ceplastat)[28]. Si se suman otros commodities (alimentos, demás minerales y forestales), se supera el 85% de las exportaciones: vale decir, como es evidente, no se ha logrado resolver la primarización exportadora[29]. Chile tiene un nivel de concentración por producto de las exportaciones parecido a Bolivia, país mucho más pobre, mientras las exportaciones de bienes de alta y media tecnología son marginales (COMTRADE, CEPAL). Ordoñez y Silva, en un texto reciente ya citado (2019), destacan justamente la necesidad de diversificación y sofisticación del modelo chileno. De hecho, comparado con un país aún más rico en recursos naturales como Australia (Lange, G., Wodon, Q., & Carey, K. eds., 2018), puede apreciarse la poca diversificación del modelo chileno. Las ventas externas chilenas de productos intensivos en tecnología por habitante no llegan al 8% del australiano, con avances desde 1990 pero muy escasos (COMTRADE, CEPAL). Australia, asimismo, invierte el 2% del producto bruto en I+D, y exporta servicios sofisticados (excluyendo transporte y viajes), actividades de poco peso en Chile (aunque las ventas de servicios han crecido, – Ordóñez & Silva, 2019). En términos de cambio estructural, es ilustrativo comparar el caso chileno con un país como Finlandia, cuya expansión se basó inicialmente en exportaciones de recursos naturales. En efecto, la transformación estructural del caso finés –al igual que otros– deja en evidencia el rezago chileno: casi el 90% de las exportaciones del país nórdico en 1970 eran madera y sus manufacturas (considerando los 10 rubros principales), mientras en 2000, en sólo 30 años, ya dominaban las ventas externas de equipos de telecomunicaciones y maquinaria eléctrica, habiendo caído las manufacturas de la madera al 40% (siempre dentro de los primeros diez rubros) (Shahid & Kaoru, 2012). Nada parecido sucedió en Chile luego de 43 años de neoliberalismo “puro” o “pragmático”.

El esfuerzo en innovación chileno, por lo demás, se revela del todo insuficiente. El gasto en I+D es menor al 0,4% del PBI, con el 69% público, las patentes solicitadas son pocas, aunque en aumento. Como señalan Ffrench Davis y Álvaro Díaz, la estrategia ha sido importar máquinas (conocimiento incorporado) y exportar materias primas (Ffrench-Davis & Díaz, 2019): es decir, la situación típica de la periferia latinoamericana. Los indicadores considerados en The Global Competitiveness Report, expresan la baja capacidad de innovación (2018). El déficit en cuenta corriente y el elevado endeudamiento privado abren otras tantas dudas sobre la viabilidad futura del modelo chileno. Gabriel Palma cuestiona, también, que gran parte de la riqueza reflejada por el crecimiento del PBI chileno termina en manos de empresas foráneas (2016). En el caso de la minería del cobre, un estudio publicado en la revista de Cepal (2018), señala que las grandes empresas cupríferas (10 mayores firmas, excluida Codelco), se apropiaron de una renta (en el estricto sentido de ganancia extraordinaria) de 114.000 millones de dólares en el lapso 2005-2014 (Sturla Zerene, G., López, R., Accorsi, S. y Figueroa, E., 2018). Asimismo, junto con el estancamiento de la productividad, como señalamos, los principales rubros intensivos en recursos naturales muestran rendimientos decrecientes (cobre, salmón, madera, pesca marítima, otros minerales) (Ffrench-Davis & Díaz, 2019). Finalmente, resulta muy alto el grado de concentración de la producción en un puñado de grandes grupos privados (en diversas actividades energéticas, comerciales, servicios y productivas), lo que pone en cuestión el promovido paradigma de la “competencia”.

Otro de los grandes y consabidos problemas del modelo chileno es la desigualdad y la concentración del ingreso y la riqueza. El crecimiento ha evidenciado un sesgo pro-capital: mientras el PBI per cápita aumentó al 5,5% promedio anual entre 1990 y 2016, el salario se incrementó un 2,4% en promedio -por supuesto, con variaciones según la etapa- (Bertranou, F. y Astorga, R., 2017). Apenas el 1% de la población concentra el 30% del ingreso (Palma, 2016), con un Gini muy elevado, pero en baja, en especial si se consideran las nuevas cohortes poblacionales. Un extenso trabajo del PNUD (2017), pone en evidencia la persistencia de las desigualdades en el país trasandino. Por supuesto, Chile arrastra una larga historia de desigualdad y discriminación. La distribución colonial de las tierras y la conformación de la hacienda, con la subordinación del peonaje y el inquilinaje, constituye una matriz societal estratificada de larga duración. El acaparamiento de recursos naturales (tierras y minas) y actividades ligadas a estas (comercio y servicios), incluso por capitales extranjeros, ha sido una constante en la historia chilena, dominada por una elite política y económica, laureada bajo el mito de la aristocracia castellano-vasca. Esa situación se vio morigerada con la diversificación de la estructura social y el ascenso de los sectores medios, en el marco de la crisis mundial de entreguerras (1914-1945) y el fordismo periférico de la segunda posguerra, donde creció la actividad estatal y la industria, etapa en la cual bajó la desigualdad y la clase empresarial perdió poder relativo. El régimen pinochetista, justamente, se impuso para “corregir” esta situación: agredió la capacidad de negociación sindical, favoreció en general a la clase empresarial, y reestructuró la cúpula corporativa. En la actualidad, un puñado de grandes firmas manejan la economía chilena, en un país donde más de la mitad de la población tiene bajos salarios y empleos precarios (PNUD, 2017). El modelo no ha mostrado capacidad para crear empleos de calidad en forma sostenida. Encontramos entonces la paradoja de un alto PBI por habitante con bajos niveles de vida para la mayoría de la población. Además, la desigualdad mantiene connotaciones étnicas y raciales. “Hasta el día de hoy –dice el PNUD– sigue siendo evidente que el aspecto físico es un buen predictor de la clase social en Chile” (PNUD, 2017, pág. 154). La crisis actual de Chile, el “reventón social”, como le llama Gabriel Salazar (2019), emerge justamente de tales condiciones: es la prueba viva del hartazgo acumulado de las clases populares y sectores medios precarizados, fuertemente endeudados, que enfrentan una brecha creciente entre sus expectativas de mejora y la dura realidad, en el marco de un régimen político-institucional inflexible y excluyente, forjado por una elite social privilegiada (Castiglioni, 2019). Lo que se ha puesto en cuestión en Chile, con los conflictos, es la misma convención neoliberal de desarrollo: esa es la novedad más relevante en las presentes circunstancias.

En definitiva, está claro que la sofisticación y la diversificación productiva, así como la reducción de la desigualdad, y la construcción de una sociedad más inclusiva en todos los ámbitos, constituyen temas pendientes en Chile. El propio FMI, en su último informe del Artículo IV, reconoce explícitamente los aspectos señalados: “una economía más diversificada e inclusiva –dice el organismo– es un desafío a mediano plazo (…). [L]a falta de diversificación mantiene la economía dependiente de la minería” (FMI I. M., 2018, pág. 16). Converger al desarrollo, sigue el FMI, requerirá un esfuerzo de diversificación y aumento de la productividad. En igual sentido opina un informe de OCDE (2018): Chile necesita nuevas fuentes de crecimiento en el largo plazo, no basadas en recursos naturales.

Como conclusión de este punto, resulta claro que la convención de desarrollo chilena se funda en el mito del individualismo meritocrático, basado en la competencia, según el cual de lo que se trata es de crear y recrear un sistema estable de incentivos apropiados para el funcionamiento del mercado (las “buenas instituciones” del crecimiento). El estado interviene subsidiariamente para resolver fallos socio-económicos del mercado (neoliberalismo pragmático). Es una mirada inscripta en el neoinstitucionalismo conservador al estilo de Douglass North o Daron Acemoglu. Esta cuestión se expresa claramente en las posturas del actual presidente conservador, Sebastián Piñera (informe al Congreso 2019 y 100 propuestas para el Desarrollo Integral de Chile, 2018). La propia Michel Bachelet, cuyo último gobierno seguramente fue el más progresista desde el retorno democrático, reconoce como logro que enfrentó “el individualismo” chileno (Discurso presidencial, 2017, pág. 35). No obstante, el propio Programa de Gobierno de Bachelet (2013), muestra hasta qué punto está arraigada la idea neoliberal del esfuerzo personal competitivo en Chile como base societal. Las propuestas contenidas en tal programa no hicieron más que seguir por los estrechos cauces de cambios institucionales para la corrección de las fallas de mercado con criterios tecnocráticos, pero sin cuestionar la matriz de la convención neoliberal de desarrollo chilena.

5. Las convenciones de desarrollo en Bolivia y Chile: reflexiones aplicables al caso argentino

El examen de las convenciones de desarrollo de Bolivia y Chile, en rigor, no hace más que confirmar la validez de las posiciones teóricas de raíz estructuralistas, ampliamente conocidas. Con sus diferencias, pensadores de la talla de Raúl Prebisch, Celso Furtado, Aníbal Pinto, Osvaldo Sunkel, Fernando Fajnzylber o Aldo Ferrer (entre otros), han insistido, a nuestro entender, en presentar al desarrollo de una formación socio-económica como un proceso creciente y autogenerado de transformación social y productiva, asentado en la capacidad de endogeneizar el progreso técnico. Ello supone desatar una dinámica de acumulación en sentido amplio: de capital físico, de conocimiento socialmente productivo (“capital humano”), de capacidades institucionales para transar los conflictos y de cohesión e inclusión social. Económicamente, se trata de promover el cambio estructural: el aumento del peso de las actividades caracterizadas por una triple eficiencia (en oposición a la sola eficiencia estática ortodoxa): la eficiencia schumpeteriana (sectores intensivos en innovación tecnológica), eficiencia keynesiana (actividades de elevada demanda internacional) y eficiencia hirschmaniana (que generen encadenamientos productivos en el territorio). Socialmente, el estructuralismo hace hincapié en la progresividad distributiva, puesto que los recursos para la acumulación sólo pueden provenir de la limitación del consumo de los estratos de mayores ingresos[30]. La acción estatal, asentada en una férrea y democrática voluntad política, cumple un papel protagónico en este proceso, manteniendo el orden macroeconómico e impulsando la formación de capital, sea de modo directo y/o a través de la orientación de la inversión privada, en tanto los mercados son vistos como un instrumento muy efectivo en el desarrollo. Vale decir, la mirada de raíz estructuralista defiende una convención desarrollista, con orden macroeconómico y equidad social (neo-desarrollismo)[31]. Pues bien, el estudio de los casos de Chile y Bolivia desde esta mirada permite extraer elementos de análisis muy significativos para la Argentina.

  1. En primer lugar, en materia económica, el ejemplo chileno es concluyente en un punto central: tras 43 años de neoliberalismo (en versión “pura” o “pragmática”), con aplicación del Consenso de Washington (desregulación, apertura comercial y financiera, austeridad fiscal y reformas pro-mercado), encontramos una economía chilena primarizada, en extremo desigual, con severas dificultades para generar empleos de calidad, altamente concentrada en el ámbito empresarial y rezagada en materia de innovación, estando además con problemas de rendimientos decrecientes en la explotación de los recursos naturales (RRNN). Es más, Chile debió incrementar la participación estatal en gasto social, la regulación y la promoción económica para crear condiciones de viabilidad de la convención neoliberal (el paso del neoliberalismo puro al pragmático, como vimos). En consecuencia, aun siendo Chile un país de alta dotación relativa de RRNN per cápita (Lange, et.al, 2018), la estrategia centrada en el mercado –la convención neoliberal– si bien mostró cierta eficacia para generar crecimiento, no favoreció la sofisticación y diversificación productiva (cambio estructural), ni tampoco la acumulación en sentido amplio, y mucho menos la cohesión e integración social. Vale decir, el buen desempeño en la tasa de expansión del PBI no se tradujo en desarrollo (en el sentido estructuralista). Tal situación inhibe la capacidad para sostener el propio crecimiento, como reconocen los organismos internacionales (FMI y OCDE, véase punto 4). Luego, el neoliberalismo, aún en su versión pragmática, no ha hecho más que reforzar las condiciones estructurales de dependencia. Los datos presentados en el acápite 4 no dejan lugar a dudas. El estallido social reciente es una expresión cabal de ello. Por lo tanto, no es muy difícil comprender, paralelamente, que en un país como Argentina, de 45 millones de habitantes, con una dotación menor incluso en RRNN per cápita según Lange (2018), la idea ortodoxa de que el sólo expediente del orden fiscal, la apertura externa y las reformas institucionales pro-mercado van a remover los obstáculos al desarrollo, es una mera ilusión ingenua o interesada. La realidad chilena confirma, de modo contundente, las conclusiones generales del estructuralismo latinoamericano. Justamente, su creador, Raúl Prebisch –en el trabajo más crítico–, sostenía sin ambages que “el mercado carece en rigor de horizonte social” (1981, pág. 16), al tiempo que “tampoco tiene horizonte temporal” (1981, pág. 17). Es decir, el mercado libre no es socialmente inclusivo, ni planifica el desarrollo.
  2. En segundo lugar, el caso boliviano también arroja importantes elementos de reflexión para la Argentina en materia económica, muy a tono con la postura teórica de raíz estructuralista. Como convención estatal neo-desarrollista, basada en la intervención del sector público, Bolivia realizó un esfuerzo de acumulación altamente significativo para un país muy pobre y con baja capacidad de ahorro (recordemos que Bolivia sostuvo la mayor tasa de crecimiento de la inversión fija de toda América latina en el lapso  2005/2018 – véase punto 3). A tal efecto, el MAS conservó el orden en las variables macroeconómicas. Los superávit gemelos durante el período de auge de los precios de los commodities, le permitieron enfrentar el deterioro de los términos de intercambio a partir de 2012 sin resignar crecimiento ni estabilidad. Aún en los últimos años, Bolivia alcanzó un resultado económico positivo del estado (el alto déficit financiero es producto de la inversión bruta fija). A su vez, pese al impulso inversor, los indicadores de sustentabilidad del endeudamiento externo (deuda respecto de exportaciones y reservas internacionales) se mantuvieron en valores relativos más que razonables, e incluso el déficit de la cuenta corriente reflejó en buena parte el esfuerzo de acumulación (las importaciones de bienes de capital superaron a las de consumo, como vimos en el apartado 3). La emisión monetaria, por su parte, fue absorbida por la desdolarización y el crecimiento, que incrementaron la demanda de dinero (bolivianos), de modo que no se tradujo en aumentos de precios. Vale decir, el gobierno de Bolivia propició la inversión en capital fijo (cuya tasa de crecimiento superó en más del doble al incremento del consumo privado -punto 3-), manteniendo el control en las principales variables macroeconómicas. La convención de desarrollo del MAS, entonces, se fundó en el rechazo explícito del neoliberalismo, pero sin adoptar una convención neo-populista (basada en el distribucionismo consumista). Ello posibilitó 14 años de expansión, acompañados de una tasa de inflación muy baja, si bien con escasos resultados todavía en diversificación exportadora. Por tanto, pensado desde el caso argentino, la economía boliviana de Morales es un nuevo ejemplo de la importancia de preservar el orden macroeconómico, evitar desequilibrios ligados al consumo corriente y fortalecer el proceso de acumulación, que otorgue sustentabilidad al crecimiento. Se trata de conservar, como señalara Aldo Ferrer, el “comando de la economía, del presupuesto, de la moneda, del tipo de cambio…” (Ferrer, 2009, pág. 12), para sostener la inversión, ganar competitividad y evitar la vulnerabilidad externa[32].
  3. Ahora bien, la conclusión quizás más relevante del estudio histórico-estructural de Bolivia y Chile se da en el plano socio-político, en las lógicas de instalación y consolidación de las convenciones de desarrollo. En el caso de Bolivia, pudimos apreciar que la convención estatal neo-desarrollista del MAS se instala con la debacle del neoliberalismo (2003-2005). La crisis posibilitó la emergencia de la nueva convención de desarrollo boliviana, al tiempo que la existencia de gobiernos progresistas en la región y las mejoras en los términos de intercambio, coadyuvaron a su consolidación, de la mano de los buenos resultados iniciales. En tales condiciones, el MAS logró reconstruir el estado y asumir en forma directa y creciente el control del proceso de acumulación, mediante la inversión pública en gran escala, el manejo de los principales recursos exportables (hidrocarburos) y la orientación de las inversiones privadas. Fue una obra inmensa, puesto que debió recrear las capacidades estatales deterioraras tras 20 años de neoliberalismo. La reconstrucción estatal le permitió mantenerse en la “fase I” del ciclo populista (la fase virtuosa), tan denostado por Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards (1990). Entonces, el histórico problema -latinoamericano- de la “reticencia inversora”, se resolvió, en parte, con la apelación a la participación y coordinación estatal directa (amén de lo que ello implica en eficiencia, antes señalado). No obstante, desde el punto de vista de la Argentina, esta opción de intervención pública masiva, en particular sobre los recursos claves, en un proyecto estatal neo-desarrollista, encuentra severas dificultades en el escenario actual. En nuestro país las fracciones de la burguesía más consolidadas y de mayor peso económico, tales como los empresarios de la agroindustria, en parte oligarquía diversificada (en los términos de Eduardo Basualdo, 2006), la gran minería, los actores privados del sistema financiero, de servicios de comunicación, multi-mediáticos y de cadenas comerciales, así como los oligopolios transnacionales manufactureros, defienden básicamente la convención neoliberal de desarrollo[33]. Es la burguesía que controla, en gran medida, el uso de la tierra, de los recursos mineros, del ahorro y de la producción de información, comunicación, servicios comerciales e insumos básicos. La capacidad de resistencia de estos sectores quedó evidenciada, de modo directo, en el conflicto 2008 con las patronales agropecuarias. Es difícil pensar, por caso, que un proyecto estatal de control de las divisas, al estilo del IAPI del primer peronismo, pudiera llevarse a cabo sin conflictos en gran escala y altos costos políticos. La “relación social de fuerzas”, ligada a la estructura, como diría Gramsci (1980), no parece habilitar esta posibilidad, y menos aún en la coyuntura presente de América latina. Por tanto, cualquier proyecto estatal neo-desarrollista se enfrenta al difícil menester de construir poder político en oposición a las fracciones neoliberales de la burguesía, y ello conduce a la necesidad -o tentación-, de orientarse hacia una convención neo-populista (distribucionista), con el fin de ganar apoyo popular. No obstante, una estrategia neo-populista puede ayudar en el corto plazo, pero resulta limitada en el tiempo, dado que prioriza el consumo por sobre la acumulación. Tarde o temprano –dependiendo de la capacidad de acceder a un flujo suficiente de divisas– se agudizan los desequilibrios internos (inflación, estancamiento, provisión de ciertos bienes, …), cuestiones que son fácilmente utilizables por el establishment neoliberal para socavar la legitimidad del gobierno de turno y desplazar la convención de desarrollo vigente. Se trata, entonces, de un problema de naturaleza socio-política. Por supuesto, este tipo de cuestiones deben estudiarse y abordarse de manera interdisciplinaria, puesto que conducen al tema del poder y la hegemonía.
  4. Por otra parte, en el mismo sentido que el punto c), pero yendo al ejemplo chileno, apreciamos que la convención neoliberal en ese país se impuso por la fuerza en la época de las dictaduras institucionales de seguridad nacional. A partir del terror pinochetista, se conformaron mecanismos muy efectivos de control social, continuados en democracia (“disciplinamiento democrático neoliberal”, al decir de Guerrero Antequera, 2008). Si bien estos mecanismos de disciplinamiento empezaron a resquebrajarse, como prueban los reclamos estudiantiles (2006, 2011) y, muy particularmente, el estallido social actual, es claro que fueron centrales como condición de posibilidad del proceso de crecimiento concentrador de la economía chilena. En Argentina, sin embargo, la situación es -afortunadamente- muy distinta: la transición democrática alfonsinista, que juzgó a la cúpula militar y realzó la defensa de los derechos humanos, posibilitó la persistencia de una sociedad sindicalizada, contestataria, con grupos sociales movilizados y sectores medios relativamente activos. La capacidad de movilización y reclamo sindical es particularmente relevante en nuestro país. Las dificultades del macrismo para imponer reformas ortodoxas (como las postergadas leyes laborales), lo manifiesta claramente. Por tanto, un proyecto neoliberal a la chilena pareciera también impracticable en la democracia argentina. Vale decir, las fracciones neoliberales del capital, tampoco tienen condiciones de prevalencia en Argentina, al menos mientras esté vigente la democracia y el estado de derecho.

6. Reflexiones finales

Las experiencias reseñadas de Bolivia y Chile expresan, sin duda, dos convenciones de desarrollo antagónicas, cada una con sus resultados y limitaciones históricamente definidas. Por supuesto, como es obvio, no son casos directamente comparables entre sí, ni tampoco aplicables mecánicamente a otros países. Sin embargo, sugieren aspectos por demás relevantes en términos económicos y socio-políticos para un país como la Argentina. Lo más claro en este sentido es la ratificación de las posturas de raíz estructuralistas y, entonces, la necesaria revalorización del rol del estado en economías basadas en recursos naturales: el caso de Chile evidencia de modo contundente la impotencia de la estrategia mercado-céntrica para transformar cualitativamente una formación social (pasar del crecimiento al desarrollo); mientras Bolivia pudo mostrar la capacidad del estado neo-desarrollista para organizar eficazmente la economía y desplazar la frontera productiva, aún en un país muy pobre y de heterogeneidad estructural severa, como vimos. Lamentablemente, la crisis política –no económica– abre un signo de interrogación sobre el futuro de la convención estatal neo-desarrollista boliviana. Naturalmente, destacar la necesaria intervención del estado no obsta reconocer los desafíos en la aplicación de diseños institucionales abiertos y democráticos, que minimicen los riesgos de corrupción, abuso de poder y prácticas ineficaces e ineficientes, como ha sido largamente señalado (véase Evans, 1996).

Por otra parte, la experiencia neoliberal chilena y la neo-desarrollista boliviana, miradas con un enfoque histórico-estructural, están en línea con el devenir argentino. En efecto, desde que nuestro país tuvo que crecer sobre sus propias capacidades, esto es, desde que se agotó el crecimiento extensivo en base a la agregación de tierras, capital extranjero y mano de obra inmigrante (crisis del modelo primario-exportador – MPE), los momentos de mayor expansión diversificadora fueron de carácter desarrollistas o neo-desarrollistas. La etapa de industrialización más importante de la Argentina (1964-1974) –siempre, como recién mencionamos, luego de la crisis del MPE–, que siguió al esfuerzo de acumulación frondizista (1958-62), tiene la marca del desarrollismo; mientras el período de expansión 2003-2011, se fundó en parte en la breve experiencia neo-desarrollista de Néstor Kirchner en el lapso 2003-2007 (véase Kulfas, 2016; Frenkel, R. y Damill, M., 2013)[34]. Vale decir, en pleno siglo XXI podemos apreciar, nuevamente, la validez de las tesis centrales del estructuralismo (y su -debatida- renovación en forma de neo-estructuralismo), a saber: el neoliberalismo conduce a la dependencia y la exclusión; el neo-populismo enfrenta limitaciones socio-productivas insalvables; mientras que el neo-desarrollismo aparece como alternativa viable.

Ahora bien, sin perjuicio de lo dicho, es claro que el aspecto central del examen de los casos de Bolivia y Chile reside en la evidencia de que el problema de la formación social argentina no es de naturaleza económica. Lo que pareciera suceder en nuestro país, en rigor, es que no están dadas las condiciones socio-políticas necesarias para la instauración de un proyecto hegemónico capaz de sostener una convención estatal neo-desarrollista en el tiempo. Se trata de un tema que es necesario abordar en forma interdisciplinaria, puesto que remite al problema del poder y la construcción de hegemonía. Podemos, no obstante, dejar planteada esta cuestión a modo de reflexión preliminar, como resumen de lo referido en el acápite 5. El grueso de las fracciones más poderosas del capital (burguesía agraria, minera, financiera, servicios multi-mediáticos, comunicacionales, cadenas comerciales, “oligarquía diversificada” -en los términos de Basualdo, 2006-, y transnacionales manufactureras), defienden abiertamente una convención neoliberal de desarrollo y se oponen al neo-desarrollismo estatal. Se trata de fracciones de clase con una inserción decisiva en la estructura socio-económica y política. Por tanto, los gobiernos neo-desarrollistas enfrentan una oposición tenaz y creciente, que los obliga a redoblar su capacidad de construir poder político para sostenerse. A fin de construir ese poder político, los gobiernos se ven empujados –o tentados– a reorientarse hacia una convención neo-populista de desarrollo. Ello conduce, sin embargo, a un distribucionismo improductivo, que permite sortear el corto plazo, pero lleva a grandes desequilibrios y finalmente al estancamiento o la crisis, lo cual termina en un cambio en la convención de desarrollo. La duración de este ciclo político está ligada a las condiciones internacionales de acceso a las divisas siempre escasas. Es el péndulo argentino, el mito de Sísifo en su máxima expresión, de naturaleza socio-política, no económica. En consecuencia, continúa siendo válida la apreciación de Celso Furtado: “El desarrollo, como proceso endógeno, requiere creatividad en el plano político. Ésta se manifiesta cuando a la percepción de los obstáculos a superar se adiciona un fuerte ingrediente de voluntad colectiva” (2000, pág. 288).

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Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia 2009

Decreto Supremo del Estado Boliviano N° 29.272/07


[1] Es difícil encontrar un indicador relevante que arroje resultados positivos al finalizar la administración Cambiemos: tres años de recesión sobre los cuatro de gestión, baja tasa de inversión -pese al significativo crecimiento de la deuda externa (con residentes en el exterior)-, aumento de la pobreza y el desempleo (en particular manufacturero), y una tasa de inflación superior al 50% para 2019. El proclamado “superávit comercial”, en rigor se debe a la recesión 2018/19 y desaparece considerando los vencimientos de deuda; mientras el tan elogiado “superávit fiscal primario” se diluye al considerar el Resultado Financiero, que incluye el peso de los intereses de la deuda en el presupuesto estatal. La información  pública y disponible del INDEC y la Secretaría de Finanzas muestra esta lamentable situación

[2] En un texto previo, Diamand identificó tres grandes corrientes, la liberal-ortodoxa (en su versión agraria o financiera), la desarrollista-frigerista y la popular-nacionalista (Diamand, [1973] 2010)

[3] Sólo como ejemplo en Argentina, Mauricio Macri, expresión de la postura neoliberal, ha elogiado reiteradamente el caso chileno: “Desde hace muchos años siempre pongo el ejemplo de Chile”, sostenía Macri ya en 2008 (https://www.lanacion.com.ar/politica/macri-elogio-a-chile-por-su-modelo-nid1021213), opinión que se advierte continuadamente (véase: https://www.casarosada.gob.ar/informacion/conferencias/41792-entrevista-al-presidente-mauricio-macri-en-radio-mitre). A contrario sensu, en una nota reciente, Alberto Fernández, que se proclama opuesto al neoliberalismo, declaró que la Bolivia de Evo “Es un modelo en Latinoamérica”, por el que siente una “gran admiración” (https://www.perfil.com/noticias/politica/alberto-fernandez-a-evo-morales-bolivia-es-un-modelo-tengo-una-enorme-admiracion.phtml).

[4] Respecto de la perspectiva histórico-estructural véase Bárcena, A., & Prado editores, A. (2015), en particular el Capítulo I, punto E y el Capítulo IX punto 3

[5] Información del Anuario Económico 2000 y 2018 de la Comisión Económica Argentina (CEPAL), así como del Balance Preliminar de las Economías de América Latina y El Caribe (CEPAL, 2019). La información sobre pobreza actualizada a 2018 puede verificarse de los Institutos de Estadística de ambos países.

[6] Base de datos Ceplastat (consultado 18/10/2019).

[7] El autor se auto-exime de considerar las convenciones marxistas de desarrollo, porque no han sido hegemónicas en el mundo subdesarrollado fuera de los países socialistas (2011a)

[8] Según datos de CEPAL y FAO en línea, perfiles nacionales, consultados el 03/05/2019

[9] La disminución del portaje de participación de la población indígena se atribuye a errores o cambios en el diseño del cuestionario censal.

[10] Los países de HES son aquellos que, según los datos estimados al 2009, presentan los peores indicadores en cuanto al ingreso por habitante, las brechas de productividad, la proporción de ocupados en el estrato de baja productividad, la informalidad, la desigualdad y la pobreza. Según ese trabajo, el estrato de menor productividad absorbía el 61% de la fuerza laboral en Bolivia, contra el 30% en Chile (2012).

[11] Klein señala que hacia 1930 detentaban menos de un tercio de la tierra y de la población rural (2011, pág. 167)

[12] Al fin y al cabo, recién en los 70’ se lograría poner en marcha la fundición de estaño de alta ley.

[13] Véanse también los informes de la Fundación Milenio, think tank de una clara línea opositora a la convención de desarrollo del gobierno de Morales

[14] Para la información cuantitativa véase Banco Central de Bolivia: https://www.bcb.gob.bo/webdocs/2019/informacion_economica/estadisticas/estadisticas_por_sectores/03/03a.

[15] Información de Cepal, base Ceplastat online, consultada el 14//03/2019

[16] Instituto Nacional de Estadísticas de Bolivia, consultado el 18/08/2019

[17] Base de Datos Cepal online (consultada el 21/06/2019)

[18] Para el concepto de neo-estructuralismo véase Bárcena & Prado edit., 2015 y Bielschowsky, ‎2009

[19] Véase, al efecto ilustrativo, la interesante nota de Infobae: https://www.infobae.com/america/america-latina/2019/08/17/un-modelo-economico-que-no-se-toca-las-propuestas-de-la-oposicion-boliviana-para-enfrentar-a-evo-morales/

[20] La información sobre la productividad laboral comparativa puede verificarse en The Conference Board Total Economy Database™ (Adjusted version), April 2019; en tanto los datos sobre la deuda externa, reservas y exportaciones, constan en las estadísticas del Banco Central de Bolivia y en el Instituto Nacional de Estadística (INE

[21] Datos de analfabetismo: https://es.unesco.org/countries/bolivia-estado-plurinacional, consultado el 18/09/2019

[22] Pueden verse las interesantes notas de Fernando Molina (https://nuso.org/articulo/bolivia-golpe-o-contrarevolucion/) y Atilio Borón (http://atilioboron.com.ar/el-golpe-en-bolivia-cinco-lecciones/)

[23] Los subsidios forestales (plantación de pinos y eucaliptus) son un caso emblemático de un sector privado expandido al calor del aporte estatal directo (Decreto – DL701/1974), así como la promoción de la producción de salmón en jaulas por parte de la Fundación Chile –entidad paraestatal–.  

[24] La participación de CODELCO en la producción de cobre chilena puede verse en la Memoria Anual 2018, pág. 258

[25] Instituto de Estadísticas Chileno. Consultado el 14/04/2019

[26] Observatorio Demográfico de América Latina, CEPAL. https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/45198/1/S1900739_mu.pdf

[27] Aspecto evidenciado también en los datos de The Conference Board Total Economy Database™ (Adjusted version), April 2019

[28] Cepal, base de datos Ceplastat: consultado el 15/08/2019

[29] Cepal incluye como exportaciones primarias los siguientes rubros: Productos alimenticios y animales vivos, Bebidas y tabaco, Materiales crudos no comestibles, excepto los combustibles; Combustibles y lubricantes, minerales y productos conexos; Aceites, grasas y ceras de origen animal y vegetal; Mercancías y operaciones no clasificadas en otro rubro de la CUCI. Se incluye además el capítulo 68 denominado metales no ferrosos.

[30] Recordemos incluso al Prebisch menos radical (1963), que afirmaba la necesidad de “una fuerte compresión del consumo de los grupos de altos ingresos”, para sostener la tasa de crecimiento (1963, pág. 5) –véase pág. 37/38 donde Prebisch ilustra el punto con un ejemplo numérico–. De tal modo, el proceso de la acumulación permitiría mejorar progresivamente la productividad en forma compatible con un aumento del salario real. Ahora bien, ello no significa que las convenciones desarrollistas “realmente existentes” hayan considerado completamente la doctrina estructuralista en las situaciones fácticas concretas.

[31] Insistimos en que las convenciones de desarrollo asentadas en la visión neo-estructuralista nunca son “puras” en su aplicación fáctica, tienen matices y contradicciones. No obstante, el núcleo del neo-desarrollismo está en el énfasis en el proceso de acumulación de capital (en sentido amplio) para la transformación de la estructura productiva, bajo la orientación del Estado, procurando preservar los equilibrios macroeconómicos y sociales básicos.

[32] Vale recordar, como indicamos en el apartado 3, que Bolivia logró un muy significativo superávit económico (ahorro = ingresos corrientes menos gastos corrientes) que incluso le permitió financiar 2/3 de la inversión: el aumento de la deuda y el déficit financiero se explican por el proceso inversor.

[33] Véase una buena descripción de la cúpula empresarial en Gaggero y Schorr (2016) -200 mayores firmas por ventas-. También la Encuesta a Grandes Empresas del INDEC, cuya última publicación muestra que de las 500 mayores explican ¼ del valor bruto de la producción y de la inversión de la argentina, y más del 60% de las exportaciones (INDEC-ENGE, 2018) –incluye YPF– (promedio últimos 4 años). De las 500 empresas, más del 60% tiene participación extranjera significativa, las cuales concentran alrededor del 80% de las exportaciones y el 75% de las utilidades del panel (ENGE-INDEC, 2018) (aquellas en la cual la participación extranjera supera el 10% del paquete accionario). En Argentina, asimismo, los bancos privados administran alrededor del 50% del ahorro monetario –excluye Credicoop e Hipotecario– (BCRA) y la concentración de las multimedias es harto conocida.

[34] El neo-desarrollismo de Kirchner (2003-2007) se advierte en la política de tipo de cambio competitivo y estable (esterilización monetaria), con renegociación de la deuda externa para la liberalización de recursos y un crecimiento de la inversión pública (que multiplicó por 2,7 su peso en el PBI). Ello condujo a una aceleración de la Inversión Bruta Interna Fija (IBIF), en especial maquinaria y equipos –pese a la baja utilización de la capacidad instalada al inicio del período–. La expansión de la IBIF triplicó la tasa de crecimiento del consumo en esos años y contribuyó con el 43% del aumento del PBI 2003-2007 (en un escenario expansivo) (INDEC, precios constantes 1993 y Subsecretaría de Coordinación Económica – 2010). Ello se acompañó con superávit gemelos y un rol articulador del estado (que incluso llegó a intervenir en algunos mercados como el ganadero, y a estatizar empresas, como Correo Argentino y Aguas Argentinas).