Responsabilidad, asistencia estatal y justicia distributiva

Responsabilidad, asistencia estatal y justicia distributiva

Responsibility, state assistance and distributive justice

Manuel A. Basombrío

Escuela de Economía y Negocios de la 

Universidad Nacional de San Martin, Argentina

mbasombrio@unsam.edu.ar

 

Resumen: el tema que se aborda en este trabajo es el vínculo que guardan la noción de responsabilidad y la asistencia estatal en el marco de los debates sobre la justicia distributiva. Se da cuenta de las condiciones bajo las cuales la noción de responsabilidad se volvió controvertida, fundamentalmente por la tesis defendida por el “igualitarismo de la suerte”. Se repara en dos niveles de la noción de responsabilidad: uno que concierne a una acción y su agente y, otro, que descansa sobre la identidad personal, este último nivel más ajustado para los desafíos que plantea este trabajo. Se afirma que, en regiones con pobreza estructural como es el caso de Latinoamérica, no cabe en promedio hablar de irresponsabilidad por parte de los beneficiarios de los planes sociales.

Palabras clave: justicia distributiva, asistencia estatal, responsabilidad.

Abstract: This paper deals with the link between the notion of responsibility and state assistance in the framework of the debates on distributive justice. The conditions under which the notion of responsibility became controversial, mainly because of the thesis defended by the «egalitarianism of luck», are discussed. Two levels of the notion of responsibility are considered: one concerning an action and its agent, and the other based on personal identity, being this latter more appropriate to the challenges posed by this paper. It is argued that, in regions with structural poverty such as Latin America, it is not possible on average to speak of irresponsibility on the part of the beneficiaries of social plans.

Key words: distributive justice, state assistance, responsibility.

Clasificación JEL: D63, D64

Fecha de recepción: 27/5/2021        Fecha de aceptación: 26/10/2021




En el lenguaje ordinario, el uso del término “responsabilidad” no parece comportar mucha ambigüedad. Cuando se dice “que la universidad tiene la responsabilidad de mejorar los debates públicos”, o cuando se dice “que el estado es responsable de garantizar el acceso a ciertos bienes, como la salud o la educación”, más allá incluso de las discrepancias ideológicas que pueda abrir esta última proposición, no parece haber muchas dudas sobre lo que se quiere decir. Se puede, por tanto, afirmar que la palabra “responsabilidad” tiene un sentido considerablemente unívoco.

Sin embargo, en los últimos treinta años su empleo se ha vuelto controvertido; y se ha vuelto controvertido sobre todo en el contexto de la asistencia estatal a los sectores sociales más desfavorecidos (pobreza, desempleo de larga duración). El vínculo entre la ayuda estatal y la responsabilidad abre interrogantes sustantivas para buena parte de las teorías de la justicia post-rawlsianas: ¿debería la justicia distributiva ser sensible a la responsabilidad del beneficiario de la ayuda estatal? ¿lo que se le debe a las personas como cuestión de justicia depende de la responsabilidad del agente? ¿se puede hablar hoy en términos de pobres merecedores y no merecedores, como lo hacían las Poor Laws de 1536 en Inglaterra? ¿en qué sentido se puede utilizar la noción de responsabilidad en el contexto de países con altos y persistentes niveles de pobreza para guiar la asistencia estatal?

Son muchos los ejemplos que se pueden dar acerca de lo que se pretende reflexionar en este trabajo: (i) una persona sin las competencias adecuadas escala una peligrosa montaña, se pierde y requiere un costoso rescate; (ii) un motociclista que le gusta la velocidad y a pesar de ser consciente de los riesgos circula sin seguro médico; (iii) hay un pulmón disponible y el primero de entre una lista de diez personas es un fumador empedernido con pocas posibilidades de sobrevivir; (iv) una persona renuncia a su trabajo porque no lo considera ajustado a sus preferencias por lo que recibe el seguro de desempleo; (v) un beneficiario del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) se contagia COVID-19 en una multitudinaria fiesta privada; (vi) una persona nacida en un barrio extremadamente desfavorecido lleva varios años recibiendo asistencia estatal. En estos ejemplos, se puede decir de un modo que resta indagar que hay algún grado de “(ir)responsabilidad” en las acciones de los agentes.

Todos estos problemas de naturaleza ética que dejan entrever los ejemplos presentan, por varias razones, notables desafíos no sólo para las diversas teorías de la justicia en pugna, sino también para el diseño de las políticas públicas. El primero es que no se dispone de una idea exacta acerca de lo que es o no justo. Otro, determinar el valor de verdad de predicados como “los beneficiarios de la ayuda estatal son perezosos o negligentes” o “los desfavorecidos deben su condición a los efectos de las erráticas políticas económicas”; no parece desde luego que se trate de enunciados de carácter constatativos. Además, la respuesta que la opinión pública da a este tipo de juicio dista de mostrar algún acuerdo, aunque sí desacuerdos sintomáticos: mientras que en los Estados Unidos de Norteamérica 60% de la población considera que la pobreza es fruto de elecciones personales, en Europa este ratio baja a 26%. Finalmente, porque estos desacuerdo sobre la pertinencia de la asistencia estatal, ponen bajo amenaza la legitimidad de la política pública y a fortiori las bases de la convivencia social.

El tema de este trabajo es ver en qué medida se puede tratar de irresponsables (de perezoso, de negligentes, de free-riders) a los beneficiarios de la ayuda estatal, un tema de especial relevancia en el contexto de países con altos niveles de pobreza y exclusión, como en general es el caso en la región latinoamericana. La tesis que se va a defender es que no hay ningún argumento de relevancia que, bajo ninguna de las formas en que habitualmente se aborda esta noción, autorice a predicar irresponsabilidad de la gran mayoría de los beneficiarios de planes sociales. Por el contrario, se trata de un segmento de la sociedad que no ha tenido el “privilegio” (o, si se quiere, fue víctima de la mala suerte) de participar del ethos que exige el mundo capitalista (un determinado tipo de compromiso con la esfera productivo-mercantil); no cabe, por tanto, hablar de (ir)responsabilidad. No se deriva de esta tesis la imposibilidad de revertir esta situación a través de las políticas públicas adecuadamente diseñadas.

Estas reflexiones merecen dos aclaraciones. Por un lado, el igualitarismo de la suerte forma parte de estas reflexiones no porque se pretenda ajustar cuentas con esta doctrina, sino porque su tesis central (se debe compensar la mala suerte y no las situaciones que se explican por la propia responsabilidad) es la que pues sobre el centro de la escena la noción de responsabilidad. Por otro, hablar de responsabilidad es desde luego problemático, como lo muestra los múltiples abordajes que baraja la filosofía práctica; no se trata por tanto de buscar una versión “definitiva” de la noción de responsabilidad, entre otras razones, porque no la hay; por el contrario, parece que cada campo de reflexión exige una versión específica que, por supuesto, habrá que escoger con muchos recaudos.

Para abordar el vínculo entre la responsabilidad y la legitimidad de la ayuda estatal, se organiza el trabajo en cuatro partes. En la primera se da cuenta de las condiciones bajo las cuales la noción de responsabilidad se volvió problemática. En la segunda se intenta ver qué rendimiento cabe esperar de la noción responsabilidad urdida por Scanlon a la hora de determinar la pertinencia de la ayuda estatal. En la tercera, que pivota en torno a la distinción trazada por Dworkin entre suerte bruta y suerte opcional, se reflexiona sobre un grupo de objeciones de las que ha sido blanco el igualitarismo de la suerte. En la cuarta y última, se defiende la tesis de que la responsabilidad, en su versión relevante para la justicia distributiva, tiene como sede la identidad de un sujeto que se configura en un medio social concreto. Se cierra el trabajo con unas breves conclusiones.

1- El origen de la controversia sobre la responsabilidad

Aunque de modos diversos, alguna versión de la noción de responsabilidad está presente en la mayoría de las reflexiones sobre la justicia distributiva. En la doctrina libertaria defendida por Robert Nozick en Anarquía, estado y utopía (1974) aparece de modo residual, sin que “residual” signifique que carece de relevancia. Brevemente, la doctrina libertaria mantiene que los resultados distributivos son justos si las apropiaciones iniciales son legítimas (cláusula de Locke) y si los intercambios son voluntarios. Luego, con independencia de las azarosas condiciones de partida, cada uno es responsable de las consecuencias de sus decisiones y, por consiguiente, de los resultados distributivos. Nada, de acuerdo con la doctrina libertaria, legitima políticas redistributivas por parte del Estado.

En la obra de John Rawls, Teoría de la justicia (1971), la responsabilidad tiene un papel “similar”, pero difiere de la doctrina libertaria en el tratamiento que se le brinda a las condiciones de partida y los efectos que el azar tiene sobre ellas, cuestión sobre la que Nozick y Rawls discrepan. Mientras que para la doctrina libertaria los efectos de la buena o mala suerte no ameritan ninguna corrección en materia distributiva, Rawls mantiene que el azar carece de moralidad y, por consiguiente, los arreglos distributivos (justos) no pueden depender de sus efectos. En este contexto, Rawls impugna al mérito dada la evidencia de que las distribuciones efectivas están en buena medida determinadas por la suerte: por el lugar de nacimiento (lotería social) y por la dotación de talentos (lotería natural), dos condiciones para las que nadie hizo nada para merecer. La legitimidad de una teoría de la justicia, según Rawls, exige otro tipo de fundamentación, una fundamentación moral, algo de lo que el azar está desprovisto.

La estrategia rawlsiana es conocida: un procedimiento “bien diseñado” en el que individuos libres e iguales buscan alcanzar un acuerdo que dé a luz principios que regulen la distribución de los frutos (ventajas y desventajas) de la cooperación social. Procedimiento cuyo rasgo más saliente se conoce como el “velo de la ignorancia”, concepto que simula que los contratantes no saben ni a qué medio social pertenecen ni de qué talentos disponen. Por consiguiente, cada contratante guarda la “misma distancia” en relación con el problema distributivo. Bajo estas condiciones, Rawls afirma que una natural aversión al riesgo empujaría a los contratantes a pactar principios de justicia igualitarios, principios que contemplen redistribuciones para corregir las desigualdades (principio de diferencia).

El principio de diferencia autoriza a que los talentosos disfruten de sus logros puesto que la sociedad no se puede dar el lujo de desaprovecharlos, so pena de incurrir en el problema de igualar o nivelar para abajo; Rawls está pensando aquí en el dilema eficiencia versus equidad. Pero las desigualdades que alcanzan los eficientes, sólo se convalidan si se traducen en mejoras de los peor situados (maximín). ¿Cuánto redistribuir desde los aventajados hacia los peor situados? Lo máximo sostenible: sostenible en el sentido de que no desincentive la generación de riqueza por parte de los eficientes, y sostenible en el sentido de que no incentive a los peor situados a abandonar sus trabajos y volcarse al ocio. De la teoría de la justicia de Rawls se puede decir entonces que es sensible a la eficiencia, en el sentido de que para no desatender la eficiencia legitima ciertas desigualdades que, a la luz de su teoría, se tienen por justas.

Ahora bien, una vez que estos principios regulan las instituciones de base de una sociedad, cada uno es responsable de llevar adelante los planes de vida que quieran y de los resultados que obtengan. Es en este sentido “se parece en algo” a la doctrina libertaria: satisfechas ciertas condiciones, cada uno es responsable de las consecuencias de sus elecciones de vida. No hacerlos responsables de ellas “parece presuponer que las preferencias de los ciudadanos escapan de su control, como si fueran propensiones o antojos que simplemente suceden”.

La noción de responsabilidad se vuelve problemática a partir del momento en que Ronald Dworkin y otros pensadores le cuestionan a Rawls la necesidad y pertinencia de ayudar a las personas desfavorecidas que deben su situación a sus propias decisiones: los surfers de Malibú, según el reza el ejemplo canónico. Para Dworkin, la teoría de Rawls es insensible a la responsabilidad y no brinda adecuada atención a la ambición. Como advierte Kymlicka, si no se discriminan las razones por las que una persona se encuentra en una situación desfavorecida, “en lugar de eliminar una desventaja, el principio de diferencia haría que un horticultor subvencione las dispendiosas preferencias por el ocio del jugador de tenis”. En este marco, la responsabilidad comienza a ocupar un lugar entre las reflexiones sobre la justicia distributiva.

Así, a la ya vasta cartografía de los debates sobre la justicia distributiva, se añade una nueva corriente de pensamiento conocida como “igualitarismo de la suerte” (luck egalitarianism) o “igualitarismo sensible a la responsabilidad”. La tesis central del igualitarismo de la suerte es que se deben compensar las desventajas explicadas por la mala suerte, pero no las que se explican por la propia responsabilidad; por consiguiente, si la distribución final se explicase toda ella por el azar, habría que hacer correcciones hasta alcanzar una estricta igualdad. O, dicho de otra manera, se deben eliminar los efectos de la mala suerte sobre los asuntos humanos (desigualdades involuntarias), de modo tal que dos personas igualmente esforzadas y ambiciosas deberían alcanzar la misma posición social.

Un par de ejemplos dejan ver el contraste. Dadas dos persona igualmente dotadas y motivadas, una inicia su carrera profesional en un gran estudio jurídico y, la otra, opta por asesorar en materia de derecho a personas carenciadas; a la postre, la primera obtiene un mayor nivel de renta que la segunda. No cabe en este ejemplo compensación alguna: los niveles de renta alcanzados por ambas personas deben todo a sus elecciones. Ahora bien, si comparamos a la exitosa abogada con una persona muy inteligente, pero sin recursos para financiar sus estudios universitarios, y con otra con poco talento que se emplea como barrendero, el igualitarismo de la suerte diría que, dado que los diferentes niveles de renta alcanzados se explican por circunstancias azarosas, estas dos últimas deben ser compensadas.

A diferencia de la doctrina de Rawls, que arbitra igualdad y eficiencia, esta nueva corriente de pensamiento hace lo propio con igualdad y responsabilidad. El igualitarismo de la suerte es sensible a la responsabilidad hasta el punto de que las desigualdades que se explican por ella son, de acuerdo con esta doctrina, justas. Pero, como se verá, se trata también de una doctrina severa, porque lo que dice es que, si alguien está en una mala situación por imprudencia o negligencia (irresponsabilidad), la sociedad no le debe nada como cuestión de justicia; en muchos casos puede ser desproporcionado negar asistencia a alguien que actúa de modo negligente o imprudente.

Es de este modo como el igualitarismo de la suerte pone la noción de responsabilidad individual en el centro de la escena de los debates sobre la justicia distributiva. El problema, que será abordado en las próximas secciones, es indagar por el significado y alcance de la noción de responsabilidad y, sobre todo, interrogar en qué medida es posible discriminar azar y elecciones libres, de modo tal que se pueda hablar de un “agente puramente responsable” o que se pueda discriminar lo que debe o no ser compensado. Un desafío sin duda ambicioso, a tal punto que Elizabeth Anderson afirma de esta doctrina que tiene la obsesión por corregir una forma de injustica cósmica imaginaria, como sería la que “produce” el azar.

2- ¿Hasta qué punto ayuda la noción de responsabilidad a guiar la política pública?

La idea de responsabilidad alberga en su raíz la distinción aristotélica entre acciones voluntarias (o de buen grado) e involuntarias. Más acá en el tiempo, debe mucho a la distinción entre acciones y eventos trazada por Wittgenstein en su segunda obra mayor, Investigaciones filosóficas, concretamente entre los parágrafos 612 y 660. Un acto voluntario no sería otra cosa que una acción causada por un agente y de la que se dice que el agente es responsable. En este sentido, Geach recuerda el parentesco existente entre los términos griegos aitos (responsable) y aitía (causa): se es responsable de lo que se causa. Ahora bien, de acuerdo con el tratamiento que la reflexión filosófica le ha brindado, la noción de responsabilidad es controvertida desde una pluralidad de perspectivas, entre las que se incluye que ser causante de algo no necesariamente implica la responsabilidad.

2- 1. La responsabilidad en la reflexión filosófica (I): el primer problema que enfrenta la noción de responsabilidad es que su validez epistemológica descansa sobre una de los más antiguas disputas metafísicos: la antinomia determinismo y libertad, o sobre alguna solución “compatibilista”, que conjuga en proporciones diversas lo uno y la otra. ¿Se puede saber si las acciones son libres o están completamente determinadas?

Desde luego, si las acciones humanas estuviesen enteramente determinadas por eventos anteriores, la noción de responsabilidad desaparecería por completo. En efecto, cabe hablar de responsabilidad cuando reina el libre albedrío, cualquiera fuese su versión. Si no se cumpliese esta condición, las consecuencias políticas y económicas que alienta el igualitarismo de la suerte perderían toda validez. Si, por el contrario, se defendiese alguna versión “compatibilista”, que incluye por supuesto algún grado de determinismo sobre las acciones humanas, no habría argumentos para legitimar una compensación o su negación frente a una desventaja, dado que en parte sería fruto de la suerte y en parte de elecciones libres, pero no se sabría en qué proporciones.

Decir que alguien es el agente de una acción es de suyo problemático, incluso si se toma como punto de partida la distinción aristotélica entre voluntario e involuntario. Dos citas dan cuenta del vínculo que para Aristóteles guarda una acción con su agente: “se obra voluntariamente porque el principio del movimiento de los miembros instrumentales en acciones de esa clase está en el mismo que las ejecuta, y si el principio de ellas está en él, también está en sus manos el hacerlas o no” y “lo voluntario es aquello cuyo principio está en uno mismo y que conoce las circunstancias concretas de la acción”. El problema se complica cuando el Estagirita vincula el principio de la acción con el carácter (hábitos sedimentados), porque si bien en cierta medida el carácter es resultado de la libertad, también lo considera producto de la naturaleza, de una predisposición natural; de aquí que Aristóteles utilice el término “co-responsabilidad”. Predicar responsabilidad es, desde luego, un tema largamente discutido en sede filosófica.

Pero, más allá de qué versión del obrar humana y, por tanto, de responsabilidad, sea la verdadera, sería raro, y para Rawls de hecho lo es, que la ayuda pública dependa de la resolución de un problema filosófico de esta naturaleza, de un acuerdo sobre tan controvertida cuestión metafísica. La justicia distributiva no puede descansar sobre convicciones morales, metafísicas y religiosas, sobre controversias que no se pueden zanjar mediante argumentos razonables. No hay certeza sobre si reina el determinismo o la libertad en el marco del obrar humano.

Ahora bien, si se asume que las acciones humanas no están plenamente determinadas por eventos anteriores, se abriría el imposible desafío de determinar qué proporción de la acción se debe a la suerte y cuál a la elección. Y, como correlato, al igualitarismo de la suerte se le abre un complejo problema: discernir entre los que están mal situados quiénes los están por mala suerte y quiénes por su propia responsabilidad.

En suma, a la hora de pensar en una acción, ¿existe un criterio con arreglo al cual se puede delimitar lo que se explica por las circunstancias y lo que se explica por las elecciones? Dicho de otro modo, ¿es pensable la idea de responsabilidad pura, que autorice a hablar de acciones completamente eximida del azar? Parece difícil y, de hecho, la idea de una presunta responsabilidad plena presenta, al menos, dos problemas para el igualitarismo de la suerte.

El primero de ellos es que puede dar lugar a resultados contraintuitivos. Dos ejemplos los ilustran: (i) un pianista ofrece un bellísimo concierto y cuando finaliza la gente aplaude; pero entre el público hay una persona que conoce bien estas discusiones y propone suspender el coro de aplausos puesto que, afirma, el pianista debe su buena interpretación a un talento que es fruto del azar y, por tanto, no se debe enteramente a su responsabilidad; (ii) otro, muy debatido en la literatura filosófica y económica, es el de los gustos caros: si una persona que en virtud de su contexto familiar le es “perfectamente normal” comer caviar, una doctrina igualitarista de la suerte que asumiera como equalisandum al bienestar, debería compensarla en caso de que careciese de ingresos puesto que su preferencia debe más a azarosas circunstancias que elecciones libres.

De orden político, un segundo problema estriba en que, si la responsabilidad juega un papel importante en los arreglos distributivos, ¿por qué no se interroga también a los bien situados para saber si su posición se explica por la responsabilidad o por la suerte? Y no es una cuestión menor: si lo que importa es la responsabilidad y un sector de la economía se vuelve más rentable por alguna contingencia (por ejemplo, un país comprador de una materia prima se enriquece y, dado que aumenta la demanda, aumenta el precio, beneficiando así a algunos productores), ¿no justificaría cobrar un impuesto específico dado que sus ingresos marginales se explican en buena medida por el azar?

2- 2. La responsabilidad en la reflexión filosófica (II): se puede ensayar con una noción menos exigente de la responsabilidad y ver qué rendimiento brinda a la justicia distributiva y, fundamentalmente, para los desafíos que plantea la asistencia estatal a los sectores desfavorecidos en particular. Una versión muy frecuentada en los debates sobre justicia distributiva se debe a Thomas Scanlon, quien parte de una distinción que él mismo establece entre las nociones de “responsabilidad atributiva o moral” y “responsabilidad consecuencial o sustantiva”.

“Responsabilidad atributiva o moral” significa que un sujeto es moralmente responsable de una acción o del resultado de una acción cuando entre el sujeto y la acción o el resultado de la acción existe una conexión que justifique el juicio moral (por supuesto, no toda atribución de responsabilidad es moral: alguien es responsable de atarse los cordones, pero huelgan los juicios morales).

En el contexto de los debates sobre la responsabilidad y su relación con la justicia distributiva o, más específicamente, con asistencia estatal, lo que está en juego es si el derecho de las personas a los recursos o a las oportunidades se ven afectados por las acciones en las que media la (ir)responsabilidad. El punto en liza es si sobre este tipo de acciones o elecciones se debería anular el derecho a una compensación. De otro modo, ¿las personas responsables de sus desventajas tienen menos derecho a la asistencia que las personas cuya desventaja fue producto de la mala suerte? Por ejemplo, una persona decide dejar su trabajo porque “no le gusta” y luego no encuentra o no busca otro, cae en situación de pobreza y pide ayuda pública: ¿se le debe asistencia?

Más allá de que pueda haber casos en que resulte menos controvertida la legitimidad de la negación de ayuda estatal (por ejemplo, en el contexto de una pandemia, un empresario que recibe ayuda estatal porque su sector está especialmente perjudicado, acude sin barbijo a una multitudinaria fiesta privada y se contagia la enfermedad), la noción de responsabilidad atributiva o moral no alcanza para entender cabalmente las condiciones bajo las cuales una compensación es pertinente.

No alcanza porque siguiendo el ejemplo de la persona que renunció a su trabajo, para que no se le deba compensación tendría que suceder que la persona muestre un cierto control de la situación en la que se toma la decisión. La persona en cuestión podría argumentar que su jefe era un déspota que lo maltrataba y lo humillaba, o que no sabía de las severas condiciones que reinaban en el mercado de trabajo, o que un amigo de confianza le acercó una propuesta que luego no se concretó, o un largo etcétera. Es decir, son muchos los problemas que se abre la noción de responsabilidad atributiva o moral cuando se hacen descansar las compensaciones a personas en situación delicada. Esta versión de la responsabilidad queda en buena medida opacada en determinadas situaciones de la vida cotidiana y, fundamentalmente, en situaciones que involucra a un sector desfavorecido (contexto de pobreza), donde la noción de agente libre pierde nitidez.

La “responsabilidad consecuencial o sustantiva”, por su parte, remite a la idea de que un sujeto es consecuentemente responsable de una acción si las cargas y los beneficios que causan la acción le pertenecen y, por tanto, debe hacerse cargo de ellas. Este tipo de juicios trata por tanto de deberes y obligaciones del sujeto de la acción; si la justicia distributiva tiene como objeto la distribución de cargas y beneficios o de ventajas y desventajas, parecería que esta versión de la responsabilidad es la más relevante. En este marco, decir que una desigualdad es justa equivaldría a afirmar que alguien es consecuencialmente responsable de una desventaja y que, por tanto, las instituciones están eximidas de la responsabilidad de corregirla.

Sin embargo y una vez más, esta segunda versión de la responsabilidad también se enfrenta con problemas. La relación del agente con las consecuencias de una acción abre interrogantes como el de la disponibilidad de información, de las falsas creencias, de las expectativas infundadas. “Me dijeron que…”, “creía que…” o “esperaba que…” son causa frecuente de errores a la hora de predecir las consecuencias de las acciones y parecería severo que se castigue con la negación de la ayuda estatal elecciones “víctimas” de este tipo de vicios.

Se puede añadir también que el modo en que una persona se relaciona con las consecuencias de sus acciones depende del contexto en que vive. En este sentido, es difícil afirmar de una persona que hurga en la basura, con los riesgos que ello implica, que es responsable de contagiarse una enfermedad que contrajo como consecuencia de su “forma de sobrevivencia”. En el tema salud está objeción es especialmente pertinente. De hecho, autores como Norman Daniels rechazan de plano admitir la idea de responsabilidad en el ámbito de la salud y afirman que la salud es su condición de posibilidad; o, dicho de otro modo, que la falta de salud suspende la idea de responsabilidad.

3- Responsabilidad y problemas para el diseño de la política pública

Hacer descansar el diseño de la política pública sobre la noción de responsabilidad es cuanto menos problemático. Pero, más allá de este obstáculo de relevancia, hay otra familia de objeciones a la que se expone la pretensión de esta doctrina de identificar lo que las acciones tienen de responsables o, lo que es lo mismo, lo que tienen de azarosas. Una de ellas sobre la que merece la pena reparar proviene del igualitarismo democrático y apunta a dos cuestiones: por un lado, el trato humillante y estigmatizante que recibirían las “víctimas” de la mala suerte bruta, así como también el trato severo que reciben las “victimas” de la mala suerte opcional (o, sencillamente, los irresponsables).

La versión de Dworkin del igualitarismo de la suerte baraja una distinción bien conocida: suerte bruta y suerte opcional. Bajo la perspectiva de esta distinción, la suerte bruta, la que debe ser compensada, es la que atenta contra la igualdad justa (origen familiar, discapacidad, etc.), mientras que la suerte opcional, que no funda deuda alguna, es la que justifica y legitima desigualdades (una persona que elige el ocio y una que trabaja duramente).

3- 1. Humillación y estigmatización: para el igualitarismo democrático, en palabras de Elizabeth Anderson, el igualitarismo de la suerte “falla en la prueba más fundamental que cualquier concepción igualitaria debe superar: la de que sus principios expresen igual consideración y respeto hacia todos los ciudadanos”. Más precisamente y de acuerdo con esta objeción, el igualitarismo de la suerte presenta al menos dos problemas: por un lado, que la falta de consideración y respeto a las víctimas de la mala suerte bruta (una discapacidad, un cambio tecnológico que lo despoja de ciertas destrezas, etc.) implica tratar a los desaventajados como inferiores en el valor de sus vidas, talentos y cualidades personales; por otro, que la entrega de dinero como forma de compensación resulta estigmatizante.

La humillación señalada por Anderson estriba en que, en el marco de la política asistencial, los cuestionarios a los que se somete a los potenciales beneficiarios para saber si su situación se debe a la mala suerte o a la propia responsabilidad serían insultantes e intrusivos; y desde el punto de vista de la política práctica, podría resultar a la vez oneroso y engorroso discriminar entre quiénes son afectados por el azar y quiénes son negligentes. Además, este tipo de procedimientos habilitaría un severo problema de desconfianza: la atribución de responsabilidad daría lugar a una interminable cadena de pedidos de cuenta entre los miembros de la sociedad. Por ejemplo, un desempleado que reclama beneficios tendría que convencer a las autoridades pertinentes de que ha hecho un esfuerzo serio para buscar trabajo, o reconocer públicamente su incapacidad o su falta de formación, lo que en palabras de Jonathan Wolff serían “revelaciones vergonzosas”.

Esta primera objeción se puede extender hasta señalar el derrotero “burocrático” por el que debe atravesar un potencial beneficiario a la hora de obtener una prestación, como podría ser el caso de una persona que pierde su empleo. El cine británico conocido como “realismo social” (Ken Loach, su ejemplo más notable) cuenta bien las peripecias que padece un beneficiario y muchos de los testimonios que acerca este cine da una idea del trato que recibe la población desfavorecida cuando acude a la ayuda estatal. Es difícil precisar su frecuencia y seguramente las escenas que se observan muestren tratos bien diversos.

Ahora bien, este tipo de situaciones más o menos reiteradas que enfrentan los beneficiarios de las prestaciones del estado de bienestar no deberían sorprender o, mejor, es difícil pensar que no ocurran, más allá de que sean episodios indeseables. Sin ninguna pretensión de poner en tela de juicio su existencia, la naturaleza misma del estado de bienestar, esto es, la tercerización de la solidaridad en un aparato burocrático de las dimensiones que pone en juego la política asistencial moderna no abre muchas posibilidades poéticas. Después de todo, el personal que tramita estos dispositivos es un burócrata, un empleado sujeto a una estricta preceptiva que, como en cualquier ámbito de atención al público, asume sus tareas con más o menos compromiso o desgano. Es más, se trata de trabajadores, en este caso, de la solidaridad estatal, y de un trabajo, la atención de múltiples necesidades de sectores de la población, que hacen difícil que el empleado público empatice con cada una de las demandas y con cada uno de los demandantes.

La segunda objeción del igualitarismo democrático es que la compensación monetaria prevista por las doctrinas sensibles a la responsabilidad estigmatiza a los beneficiarios. La razón de esta supuesta estigmatización sería que la concesión de dinero se asemeja a una dádiva o, apelando a un oxímoron, a una caridad obligatoria, en el marco de relaciones asimétricas entre contribuyentes y beneficiarios de las prestaciones estatales. Para el igualitarismo democrático, las transferencias monetarias deberían ser reemplazadas por discriminaciones positivas o incentivos para cambiar las actitudes discriminatorias de los ciudadanos.

Algunos autores mantienen que estas dos objeciones “son poderosas y deben ser tomadas en serio”. No obstante, cabe hacer varias aclaraciones. De entrada, no parece acertado pensar que se tiene por inferior a alguien que está en mala situación por azar, y que esa inferioridad se haga patente en virtud de la ayuda estatal. Por el contrario, si se quiere, esta afirmación parece más razonable para algunos casos en que alguien debe su necesidad a su propia (ir)responsabilidad; en situaciones de estas características, si el Estado compensa la desventaja incurriría en una forma de paternalismo y el beneficiario pasible de ser tenido por incapaz de gestionar su vida y a fortiori de ser visto como inferior a los demás.

Tal vez el espíritu de esta objeción albergue la pretensión de que “si hay ayuda, que no se note”, algo que fácticamente no parece posible o, al menos, completamente posible. Una alternativa a esta interpretación sería, por ejemplo, diluir hasta su desaparición la noción de la discapacidad (fruto de la mala suerte bruta) y afirmar que lo que falla es el diseño del mundo, la disposición del entorno, la mirada del otro. A esta idea, Allen Buchanan la llama “marco de cooperación dominante”, marco que sería la condición fáctica de “producción” de desventajas (de aquí nace el uso de expresiones como “capacidades diferentes o especiales”). Desde luego, no se puede negar las bondades éticas de ajustar los “marcos de cooperación” a las discapacidades que se tienen por más urgentes o por más frecuentes; pero no parece pensable un “marco de cooperación total”, una suerte de marco que contemple la totalidad de las demandas posibles y pensables. Además, existe una restricción presupuestaria financiar la infraestructura que disuelva determinados impedimentos (por ejemplo, hacer rampas o incluir sistema de sonidos en los semáforos); por tanto, en muchas ocasiones, habrá que arbitrar entre ajustes del marco de cooperación y compensaciones monetarias directas según resulte más conveniente; no parece posible prescindir de la entrega de dinero. Por lo demás, se puede añadir que nada autoriza a afirmar que la discriminación positiva no sea estigmatizante, como se dice que sí lo es la transferencia monetaria.

Es pensable, para cerrar esta delicada interrogante, que el carácter humillante o estigmatizante de la ayuda social pública descanse sobre la percepción de sus resultados: que se resuelva en la inclusión de los beneficiarios o, por el contrario, en la perpetuación de la situación de necesidad, situación esta última que difícilmente pueda eximirse de este tipo de objeciones. En suma, el punto central de la ayuda estatal yace en su espíritu: si trata a los beneficiarios como medio o como fines en sí.

En suma, no parece fácil invisibilizar completamente la ayuda social. Desde luego, hay una propuesta que muchos autores defienden como solución a todos estos problemas: la renta universal básica e incondicional. La idea es desde luego atractiva, pero merece una detenida reflexión que escapa a las pretensiones de este trabajo.

3- 2. ¿Es rigurosa la doctrina igualitarista de la suerte con los (ir)responsables? Repetir algunos de los ejemplos citados en la introducción dará un poco de luz a esta interrogante. Ayudar al motociclista que no utiliza casco; rescatar a un montañista que no acredita las destrezas necesarias para una expedición; financiar la medicación de un enfermo de cáncer que no deja de fumar; suspender el subsidio a una persona que, sin barbijo, se contagia Covid-19 en una fiesta clandestina multitudinaria. En todos estos ejemplos, se pone en juego la noción de (ir)responsabilidad y habilita la pregunta si merecen o no compensación.

Stricto sensu, en términos de la doctrina igualitarista de la suerte y como cuestión de justicia, nada se les debería a los agentes de estas acciones. Sin embargo, a pesar de que para muchos autores el abandono de las “víctimas” es cruel y desproporcionado, las respuestas suelen ser más complejas cuando se adentra en la forma habitual de tratar esta cuestión (casuística). Las posturas frente a este abanico de casos suelen ser muy variables y, en buena medida, depende no sólo de su naturaleza, sino también de las condiciones de aparición, del daño que sufriría el “irresponsable” si se le niega compensación o el hecho de que la irresponsabilidad cause o no daños en terceros. En fin, es casi imposible establecer una regla que explique o legitime las decisiones que se toman frente a la diversidad de casos controvertidos.

Una primera respuesta que se podría dar a este problema es que el grado de responsabilidad que muestre una persona sea azaroso; en términos rawlsianos, que forme parte de las ventajas de la lotería natural, como tener talento. Puede que el agente no razone de modo prudente y que no sopese bien los riesgos de sus decisiones, todo ello porque fue poco agraciado en la distribución inicial del sentido de la responsabilidad.

Sin embargo, esta hipotética respuesta, más que resolver el problema, lo emboza; poner la (ir)responsabilidad en la esfera de la mala suerte bruta no aclara mucho las cosas. El problema se advierte con toda claridad cuando se coteja la noción de talento (noción discutible, si se quiere) y la noción de responsabilidad. Mientras que el talento, por lo menos en su definición ordinaria, se lo supone innato y su posesión se debería a la suerte, la responsabilidad es una virtud, una práctica que sedimenta y que la postre cobra la forma de un hábito; por consiguiente, en un sentido no es enteramente azarosa, como se ha señalado más arriba con la ayuda de Aristóteles. Más adelante se dirá algo sobre las condiciones de adquisición de la responsabilidad, si son de naturaleza individual o social, si se adquiere de modo aislado o depende del contexto en el que se desenvuelve el agente.

Una segunda respuesta es la brindada por Dworkin y la idea de un seguro que proteja contra los efectos de la mala suerte, tanto bruta como opcional. Bajo estas condiciones, el “irresponsable” está en todo su derecho a ser asistido, fundamentalmente, porque toma una decisión prudente de orden más general: contratar un seguro. Pero el problema cobra relevancia cuando no se ha contratado tal seguro y la (ir)responsabilidad se hace patente: estas situaciones habilitan la discusión acerca de la obligatoriedad de asegurarse y, por tanto, sobre el problema del paternalismo, tema al que autores como Anderson y Dworkin se opondrían tajantemente. Desde el punto de vista de la política pública, el desafío estriba en determinar contra qué riesgo se debe imponer la obligatoriedad: comprar una póliza de responsabilidad civil para los conductores de vehículos, parecen estar fuera de toda discusión, pero hay otros muchos en los que la obligatoriedad no resulta fácilmente justificable. No hay que perder de vista, sin embargo, que la obligatoriedad de contratar seguros constituye un mecanismo mediante el cual cada individuo internaliza los costos de sus decisiones imprudentes y evita que sea el resto de la sociedad quien tenga que financiarlos.

Una tercera respuesta sería relajar los principios igualitaristas de la suerte y afirmar que, en un ideal de justicia distributiva, sus reglas deberían coexistir con otros principios, como la humanidad o la solidaridad. Fleurbaey, por ejemplo, mantiene que la responsabilidad individual no es lo único que cuenta a la hora de tomar decisiones distributivas y defiende como principio moral general que si las consecuencias son muy gravosas no hay ninguna escala de irresponsabilidad que amerite un abandono de la víctima (peligro de muerte, el caso más contundente). En efecto, no parece haber equivalencia, abordado el problema de la responsabilidad en algunos niveles extremos, entre cierto tipo de consecuencias y cualquier forma de negligencia o irresponsabilidad.

4- Identidad personal y responsabilidad

Como se ha dicho más arriba, el talento y la responsabilidad difieren en su naturaleza. Mientras que el talento es innato y por consiguiente su posesión descansa sobre el azar (lotería natural), la (ir)responsabilidad es un hábito que, desde el punto de vista moral, constituye una virtud o un vicio que merece alabanza o reproche. Ahora bien, en el marco de los debates sobre la justicia distributiva, cuando el igualitarismo de la suerte se niega a compensar desventajas fruto de la (ir)responsabilidad, esta última se puede entender, al menos, de dos modos: en el marco de una acción aislada o como un característica de una identidad personal concreta.

La distinción trazada por Scanlon entre responsabilidad moral o atributiva y responsabilidad consecuencial o sustantiva es de gran utilidad en el marco de estas discusiones. Y lo es, no sólo porque deja ver el vínculo entre una acción y sus consecuencias, y la responsabilidad del agente, sino también porque a pesar del carácter discreto que le asigna a la acción, muestra las limitaciones que tiene la noción de responsabilidad cuando se la vincula con la justicia distributiva.

Ahora bien, si se piensa en situaciones en los que la responsabilidad juega algún papel relevante en materia distributiva, la mayor parte de los casos o los casos de relevancia política parece más pertinente atender a una trayectoria de vida, a la identidad de un sujeto. Por supuesto, el caso de una persona de “buen reputación” que, en medio de una grave pandemia se contagia el virus y por alguna negligencia contagia a terceros, es una acción o una decisión aislada que podría ameritar la suspensión de la ayuda pública. Si bien se trata de un tema controvertido, no es homogéneo con el que la reflexión que abre la asistencia estatal de carácter estructural.

Pero carecer de empleo o formar parte de la población desfavorecida no es fruto de una acción o de una decisión puntual: más bien parece explicarse por el despliegue de una vida y, por consiguiente, del contexto en la que se desenvuelve. Dicho en término ricoeurianos, es en el marco de la pregunta quién donde predicar (ir)responsabilidad cobra relevancia; es la respuesta a la pregunta quién, es en la identidad personal donde se ponen en juego los juicios de responsabilidad, una identidad que es fruto de una “relación dialéctica entre la concordancia que impone la estabilidad del carácter y la discordancia que suscitan las experiencias inesperadas en las que el mantenimiento de sí queda puesto a prueba”.

No es en el marco de una acción o una elección puntual donde pivota la noción relevante de responsabilidad: como reza el refrán, una golondrina no hace verano. Más bien, el juicio de relevancia recae sobre la identidad de un sujeto: alguien tiene o no, entre sus rasgos de identidad, el hábito de la responsabilidad. Y aquí la pregunta abre una nueva perspectiva: ¿cómo adquiere identidad un sujeto? ¿dónde acontece la dialéctica entre la estabilidad de su carácter fruto del hábito y la novedad y disrupción que abre un proyecto? En un contexto socioeconómico concreto, en la interacción con otros sujetos, en el seno de una familia o en el marco de una comunidad; todos estos elementos dibujan un ethos, unos “hábitos del corazón”, como diría Tocqueville, que es el que autoriza a decir de alguien si es o no responsable.

Esta perspectiva pone en el centro de la escena una discutida y sustantiva interrogante: ¿se puede pensar la noción de responsabilidad como un hábito que adquiere un individuo aislado? ¿es individual la responsabilidad? Por supuesto que en términos generales es bien legítimo afirmar “la responsabilidad es tuya”. Pero la vida laboral, la condición de desfavorecido que alguien ocupa en una sociedad, debe mucho a otra noción de responsabilidad: un sentido específico de la responsabilidad que se adquiere o no en un entorno social.

La idea según la cual la responsabilidad es individual hunde sus raíces en el liberalismo que asume, por su aversión al paternalismo, que el agente de una acción dañina hacia sí mismo o hacia terceros es enteramente responsable. Dicho de otro modo, el liberalismo asume la idea de una supuesta prioridad privada de la responsabilidad, una esfera sobre la que el estado puede sesgar mediante incentivos o castigos, pero que en última instancia es una experiencia individual y privada. Esta tesis ha sido objetada desde distintas perspectivas. Una de ellas sostiene que el ámbito supuestamente privado (como el doméstico o el mercado) ya está politizado.

La idea de que la responsabilidad tiene un carácter social trae a colación una objeción de Hurley quien, asentada sobre las ciencias cognitivas, mantiene que la responsabilidad individual no es anterior e independiente de la esfera social y pública, que la responsabilidad individual tiene una ecología pública. La tesis de Hurley corre en paralelo con la noción de racionalidad situada, que se corresponde con una idea de agencia racional que deriva de la forma en que un agente interactúa en entornos sociales y representaciones públicas, interacciones en las que reina la imitación, la manipulación y un largo etcétera; ya fue bien dicho por Aristóteles: el hombre es un animal político. Si ser responsable significa actuar por razones propias, la responsabilidad es una característica tanto privada (no hay determinismo social en el alcance de la responsabilidad) como pública.

Situaciones de pobreza o desempleo de larga duración, que muchas veces se juzgan a la luz de la noción de responsabilidad individual, más bien habría que abordarlos como casos de identidades que se construyen en entornos que no propician decisiones que en promedio se tienen por “normales”, como son el afán de progresar mediante el trabajo, o el deseo de mejorar la condición, como diría Adam Smith cuando en La teoría de los sentimientos morales habla de la naturaleza humana. Desde luego y sobra evidencia, tal “normalidad” es erosionable en un contexto adverso.

4- Conclusiones

Se ha mostrado que la aparente univocidad del término “responsabilidad” no es tal: por el contrario, se trata de una noción controvertida, y que en el caso de los debates contemporáneos sobre la justicia distributiva su problematicidad nace de una objeción de Dworkin al principio de diferencia rawlsiano. Luego, se han repasado alguno de los aspectos más frágiles de esta noción y, con la ayuda de la versión urdida por Scanlon, se ha intentado mostrar que la pretensión de identificar y asilar el componente de responsabilidad alberga una acción, no sólo es una quimera, sino también no parece una buena guía para la política pública. Además, tal pretensión habilita una familia de atendibles objeciones, aunque en algunos casos matizables.

Para finalizar se ha propuesto un nivel más amplio en el cabe predicar responsabilidad, un nivel que va más allá de las acciones puntuales: en el marco del diseño de la política pública ser o no responsable se dice de un sujeto, cuya identidad se construye en un contexto social determinado. Y desde luego, hay contextos en los que el hábito de la responsabilidad circula y otros en los que casi no hace acto de presencia.

Por supuesto, en el primer contexto, aunque no necesariamente, resulta más propicio para dar a luz agentes responsables y, más en general, para asumir el ethos propio de las sociedades occidentales modernas. En el segundo, si bien hay que evitar hablar de destino irrevocable, esperar responsabilidad es difícil de sostener y, sobre todo, no muy tolerable si se la pretende adoptar como regla de concesión de asistencia social. En otras palabras, hacer del individuo la sede de la responsabilidad implica omitir las condiciones bajo las cuales alguien puede hacerse cargo de sí. Como advierte Robert Castel, la noción de autonomía relevante en estos debates tiene que prestar atención a las condiciones sociológicas en las se desenvuelve un individuo: no todos los individuos son dueños de sí.

No parece entonces defendible la idea de hacer de la responsabilidad lo que pretende el igualitarismo de la suerte: regla de compensación de desventajas. Más bien parece aconsejable atender a la asimetría débil defendida por De-Shalit y Wolff: “las personas deberían ser recompensadas por sus buenas elecciones en mayor medida de lo que deberían ser penalizadas por las malas”. Y que, sobre todo, el estado se preocupe más por promover conductas responsables, que por identificar las conductas irresponsables. Hay muchos trabajos que indagan en estrategias que buscan arraigar este tipo de conductas, sobre todo en el campo de la salud. Norman Daniels, por ejemplo, quien mantiene que a la hora de promover la salud la responsabilidad social prima por sobre la responsabilidad individual, reflexiona en torno a tres programas (Virginia Occidental, Florida y Alemania) en donde se ensayan variantes de incentivos (premios, castigos, co-pagos, etc.) que buscan promover el cuidado en materia de salud. Hay mucho trabajo por hacer en el marco de una política pública “justa”.

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